“Yo no sé caminar, sé volar”. María Sánchez López-Gay utilizó este fragmento de un poema escrito por la mexicana Gabriela Brimmer para concluir su trabajo fin de carrera en Psicología en el que analizaba la atención a personas con necesidades educativas especiales en la universidad. Y lo hizo porque ella tampoco puede caminar, pero lleva volando con su imaginación desde que era pequeña.
María nació con una enfermedad que le impide la deambulación y le obliga a estar tumbada la mayor parte del día. Desde bebé, sus padres entendieron que su vida iba a estar cuajada de dificultades pero nunca quisieron tratarla de forma diferente al resto de sus hermanos. “Yo podía haberme aprovechado de mi situación, pero nunca lo he hecho y tampoco me hubieran dejado”, cuenta.
Esa educación inclusiva, una buena red de apoyo familiar y, sobre todo, la perseverancia y el tesón del que la joven ha hecho gala desde siempre, han hecho que hoy María haya conseguido superar metas que de niña parecían inalcanzables.
Se tituló en la UAL en el grado en Psicología, cursó un máster y desde hace meses imparte clases de Orientación Educativa a niños con necesidades especiales en el colegio ‘Compañía de María’ de la capital. También se encarga de hacer tutorías con los padres, hacer evaluaciones psicológicas, elaborar informes y llevar a cabo distintos proyectos de mediación e inteligencia emocional. “Es impresionante ver cómo se desenvuelve con los críos, niños con síndrome de Down, con trastorno autista, con parálisis”, cuenta Nerea Martín, psicóloga del centro. “Siempre ha creído en mí, la mayor parte de las veces más que yo misma”, dice María.
Barreras de todo tipo
Con una conversación ágil y rápida, la joven habla de los numerosos problemas y reticencias que ha tenido que vencer para poder estudiar o de las barreras que se ve obligada a superar cada día. “Creo que hay una concepción errónea de una parte de la sociedad, que piensa que la personas con discapacidad no pueden llevar una vida normalizada”, explica. Esos prejuicios, dice, impiden que, todavía hoy, ella o personas como ella muestren y desarrollen todo su potencial y habilidades.
Prejuicios
“Me pone enferma la compasión. Esa gente que te ve por la calle y te mira con cara de pena o como si tuvieras monos en la cara. A veces me han dado ganas de decirle algo a alguien que me ha mirado así, fijamente, de manera descarada. Me enfada mucho también que me hablen como si fuera una niña pequeña o como si fuera tonta. Que se dirijan a mí como si no les entendiera”, cuenta.
La joven, que ahora tiene 25 años, escribe golpeando suavemente las teclas del ordenador con el nudillo del dedo índice de la mano derecha. Solo con ese dedo y solo con esa mano, que ella defiende con enorme destreza. La enfermedad le impide sostenerse en pie y tener control sobre sus extremidades y le causa, además, graves problemas respiratorios.
Tampoco puede estar más de dos horas seguidas sentada en la silla de ruedas adaptada que usa para moverse porque mucho tiempo en esa posición le provoca un dolor insoportable en la espalda y el cuello. Pasa la mayor parte del tiempo sobre un colchoneta en la amplia mesa de madera que tiene en su estudio, con el ordenador al lado. Es su ventana al mundo.
En este lugar, una habitación luminosa y decorada con enorme gusto, María estudia, prepara sus clases, lee, habla por WhatsApp, ve series -está enganchada a ‘Tiempos de guerra’, “soy muy romanticona, diría que hasta un poco pastelosa”, dice de ella misma- o escucha música. Siempre, Alejandro Sanz. “Cuando tenía 5 años, mis padres me regalaron su disco ‘Mas’. He crecido escuchándole”.
En su ordenador tiene guardadas varias fotos con su ídolo, al que conoce desde hace años. Devolviendo con otro favor tanta admiración, Sanz le regaló dos entradas para el fin de su gira ‘Sirope’, en Sevilla en 2015. “¡Fue una pasada! Cuando estoy mal, escucho música. Cuando estoy bien, también. Es mi medicina”.
Su otra medicina son su familia y un grupo irreductible de amigas (Natalia, las Batlles, Mar) con las que sale de tapas, va a conciertos y ha viajado. “A mis padres les aterraba al principio, temían que pudiera pasarme algo”. Ellos, Pepe y María del Mar, están presentes continuamente en su conversación. También, sus abuelos y su tía abuela Menchu, que le tomaba las lecciones cuando era pequeña y que después, cuando María se hizo más mayor, se convirtió en su confidente.
“Aún me quedan muchos sueños por cumplir, no quiero que nada se me ponga por delante. ¿Quién iba a pensar que yo hoy habría acabado una carrera y tendría trabajo? Pues eso mismo”, concluye con una sonrisa.
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