Un almeriense llamado José Góngora Zubieta pasó los últimos años de su vida en silencio, sentado en una butaca junto a la ventana de un apartamento en Celle Saint Cloud, a las afueras de París.
Allí, en uno de esos barrios fantasmales de la ciudad de la luz, veía pasar José a mujeres desconocidas con la cesta de la compra, a escolares de uniforme y oía en sordina tras los cristales el murmullo de la circulación y de los taxistas malhumorados tocando el claxon.
José se murió así en 1986, con 75 años, en penumbra, separado por una distancia de 2.000 kilómetros de la ciudad en la que nació, amparado en unos recuerdos mudos que no compartía con nadie, ni tan siquiera con su nieta Carmen.
Su último viaje a Almería fue a principios de los años 70, cuando llegó a la Plaza de San Sebastián aferrado al volante de un Tiburón y la chiquillería lo acorraló para ver la tapicería de cuero del auto francés. Ya no volvió más a su tierra, a su Almería del alma, donde en sus años jóvenes su nombre adquirió resonancia como prometedora estrella del boxeo: ‘El gran Góngora’, el púgil almeriense campeón de Andalucía en los pesos gallo y pluma y que llegó a disputar el campeonato de España; la Almería de donde salió para convertirse en uno de los héroes del Desembarco de Normandía y de la liberalización de París durante la II Guerra Mundial.
Todo eso pertenecía ya solo al mundo de sus recuerdos, encerrados en un corazón cansado de haber visto tanto de lo bueno y de lo malo de la condición humana, mientras se asomaba a la ventana abrigado por una bata y sentía la humedad del Sena en sus huesos y veía los tejados grises de una ciudad infinita hasta confundirse con los campos de labranza.
Si recordar es volver a vivir, el anciano José Góngora recreó su existencia tantas veces como una película de sesión contínua en el Hesperia: rememoraba el hogar modesto en el que nació en abril de 1911, a sus padres, José Góngora Ruiz, jornalero, y Gracia Zubieta García, que anticiparon la boda fugándose en una acémila, recordaba su primer trabajo como camarero en el Bar Miramar, de Joaquín López, en ese denso ambiente de casas obreras de pescadores donde acababa el Parque Viejo, de barrilerías y de almacenes de esparto y maderas frente al prontuario, en esa Almería de jabegotes donde se mezclaba la decadencia con la prosperidad.
Allí se fue haciendo un hombre José Góngora, creciendo fuerte y robusto como un olmo, aficionándose al boxeo en el local de la Sociedad Boxing Club, en el camino de la Estación. Y fue progresando en el ring como boxeador amateur, a partir de los años 30 -cuando este deporte era seguido casi tanto como el fútbol- hasta que disputó y ganó campeonatos por todo el país. Zurró la badana a rivales de nombradía en la época como el portugués Oliveira, Safont, Jack Terry, Víctor Ferrán, Sangchili o Pedrito Ruiz.
Destacaba por su juego de pies en el cuadrilátero, con un peso de solo 60 kilos de puro músculo y nervio, y por su ímpetu con el puño izquierdo. Llenó recintos y carpas pugilísticas en Sevilla, en el Luna Pak de Murcia -donde tumbó al campeón levantino Samber- en Barcelona y Madrid.
Sin embargo, joven y afamado, requerido por periodistas deportivos de todo el país, Góngora descuidó su preparación y resultó derrotado por el púgil Young González, un lance del que ya nunca se recuperó y del que salió con el tabique nasal fracturado y con problemas para respirar con normalidad.
Aunque él declaraba a los periódicos que iba a ser operado pronto en Madrid por el doctor Tapia y que volvería por sus fueros, lo cierto es que nunca se cumplió ese objetivo de recuperar la forma y tomarse la revancha con Young. Era ya 1936, tenía 25 años, y la Guerra Civil liquidó para siempre la carrera deportiva del Gran Góngora.
Llegaron los años del plomo y José se empleaba para ganar unas pesetas en lo que podía, desde tonelero a camarero, desde jornalero a lo que hubiera en esa ciudad en Guerra y bombardeada desde el mar y desde el aire.
Concursó por un puesto de carabinero y en noviembre de 1936 fue admitido como aspirante y en 1938 era ya cabo, el mismo año que se casó con María Guerrero y tuvo a su hijo José. Pasó a depender de la Jefatura de las Fuerzas del Norte, en el ejército de la República, y cuando vio que la Guerra ya estaba perdida, consiguió escapar a Orán.
El almeriense se enroló allí en la Legión Extranjera y a finales de 1943 desertó y se alistó con otro nombre en las Fuerzas de la Francia Libre, de donde fue transferido a la inolvidable Novena Compañía, al mando del General Leclerc colmada de españoles republicanos.
Fue entonces, en mayo de 1944, cuando embarcó en el Franconia, dispuesto a participar en la mayor epopeya jamás contadas desde Troya: la Batalla de Normandía. Se le asignó el vehículo Oruga Guadalajara que fue clave en la batalla de Ecouché el 13 de agosto, junto a compañeros como Daniel Hernández ‘El Volcán, que era también almeriense, Luis Quintella, Luis Argüeso El Gitano y Patricio Ramón El Bigote.
De esa batalla salió con vida Góngora, avanzando a hurtadillas por entre la hierba húmeda, esquivando fuego de mortero alemán y cargando con una metralleta, adscrita su división al ejercito americano del General Patton.
El Desembarco de Normandía se saldó con la victoria aliada y el almeriense Góngora entró en París como un héroe a bordo del Guadalajara, aunque después las chauvinistas páginas de la historia francesa borraran el arrojo que jugaron unos cuantos cientos de españoles, entre ellos José, en la Novena Compañía para liberarlos del yugo nazi.
José y su Compañía continuaron avanzando hasta Estrasburgo, cercando la retirada de los alemanes, viendo cadáveres putrefactos en el campo de Dachau, obtuvo el grado de Sargento Jefe y fue condecorado con la Cruz de Guerra por su valor y arrojo.
Al acabar la contienda, se empleó José en la casa Peugeot y el olvido fue apoderándose de este almeriense homérico, de este prometedor púgil, de este héroe de Normandía, que murió recordando cada día de su vida junto a una ventana del arrabal de París.
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