Tal vez ya no nos acordamos, pero de niños también nos enamorábamos. Lo hacíamos sin condiciones, con los ojos cerrados y con una herida abierta en el alma porque lo nuestro era un deseo imposible. Amábamos sin que ella lo supiera con una pasión solitaria que nunca llegamos a compartir ni siquiera con nuestro mejor amigo. Nos enamorábamos de una compañera del colegio a la que todas las mañanas esperábamos en la puerta para mirarla, sabiendo que no teníamos ninguna esperanza; nos enamorábamos de aquella maestra que nos enseñaba las cuentas con una sonrisa en los labios y que todas las tardes, a la salida de clase, nos alborotaba el pelo con la mano. Nos enamorábamos de la vecina que sin esperarnos se había hecho una mujer a la salida de un verano y que tanto nos hacía sufrir cuando se escondía con otro en la oscuridad de los portales.
Había también quien se enamoraba de las cantantes de moda y de las actrices que veíamos en las películas. “Yo me quedé maravillado la primera vez que ví a Sophia Loren en el cine”, me cuenta Miguel Albesa, un pintor vocacional que lleva toda la vida retratando a carboncillo a la actriz italiana. Fue en una sesión de tarde del invierno de 1962. Él era un niño de doce años con la pasión de un adolescente y con la sensibilidad de alguien que quería ser artista. Fue en uno de aquellos domingos de cine en el Reyes Católicos, cuando entrabas de día y salías de noche, ya con el lunes a cuestas. “Fuí a ver ‘El Cid’ y me pasé toda la película mirando aquellos ojos y aquellos labios que me inundaban por dentro”, recuerda.
Miguel era un niño diferente que a los ocho años hizo su primer retrato dibujando a su hermana de perfil. Estudió en el colegio de los Franciscanos y después en la Loma de Acosta antes de pasar al instituto. Su padre, guardia civil de profesión, quería que su hijo fuera médico o militar, pero el niño no tenía vocación por las armas y le temblaban las piernas cuando alguien le nombraba la sangre. “A mí lo que me gustaba era dibujar. Con diez años hice una lámina en la que se veía un campesino llevando una oveja y la mandé a un concurso en Murcia. Me la echaron atrás porque decían que había falseado la edad”.
Después siguió dibujando, destacando en la escuela por sus composiciones, hasta que llegó ese día de marzo de 1962 en que en el estreno de ‘El Cid’ se encontró con Sophia Loren. “Desde entonces me dio por pintarla. Coleccionaba las estampas del álbum de la película y la pintaba en todas sus expresiones. Cuando completé la colección la seguí a través de las revistas y seguí dibujándola”, recuerda. Cuando terminó el Bachillerato hizo Magisterio y por las noches se iba a la Escuela de Artes a aprender dibujo y modelado. Terminó y se marchó a Madrid para hacer el ingreso en Bellas Artes, pero tuvo que regresar porque su padre le dijo que no estaba dispuesto a costearle la carrera de artista, ya que los pintores se morían de hambre.
Se conformó con estudiar Historia del Arte en Granada y acabó ejerciendo de maestro. Pasó por Adra, Roquetas, Níjar y llegó a tener una experiencia profesional en Cataluña, donde llegó en el año 1977. “No me dejó un buen recuerdo. Lo pasé fatal. Me encontré con un clima hostil hacia los maestros que no éramos catalanes, como si a cada momento no estuvieran diciendo que allí estábamos sobrando”, asegura.
A lo largo de su carrera como maestro, Miguel Albesa nunca dejó de lado su vocación como pintor y jamás se olvidó de su musa. Todavía lleva con él su vieja carpeta en la que guarda, como tesoros innegociables, cientos de retratos de Sophia Loren. La ha dibujado de todas las edades, con todos los peinados y siempre con la misma belleza. Hace unas semanas pudo cumplir uno de sus sueños: ver a la actriz en persona, sentirla cerca aunque no llegara a rozarla.
Miguel era uno de los presentes en la calle en el acto de homenaje a la diva con motivo del último festival de cine de Almería, un admirador en el anonimato. “Me coloqué entre la gente porque era imposible abrirse paso. Como pude levanté los brazos y le mostré uno de los dibujos de la carpeta donde ella se veía con su hijo Carleto. Se lo enseñé de lejos, por encima de las cabezas de la multitud, y ella me miró y me hizo la señal de Ok con los dedos. Con eso me sentí pagado”.
Un solo gesto, una expresión con la mano fue suficiente para que el pintor se viera recompensado después de tantos años de entrega. En aquel momento el artista recordó aquellos días de la infancia cuando nos enamorábamos por primera vez sabiendo que no obtendríamos otra recompensa que una mirada cómplice o el calor de una mano que nunca más volveríamos a rozar.
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