Suena en el pueblo la sirena de la fábrica y principian los trabajadores a entrar, en fila india, en el taller de la gran nave central de San Antón. Con los ojos aún legañosos y el cesto con el almuerzo, se aferran las mujeres al torno de cosido y los hombres preparan la mezcla con resina y colorantes, donde se regenerará la goma para las suelas de las alpargatas.
Merodean en la entrada los jaraperos de los Silos de Cuevas, que mercadean con trapos viejos para la fabricación de nuevos pares, mientras los viajantes Diego Núñez y Lucas Román arrancan el motor de la furgoneta para vender las sandalias de goma, las zapatillas MGC o los Colegiales por pueblos polvorientos de Andalucía.
Huele el paraje de San Antón esa mañana de mediados de los cincuenta, como todas las mañanas, al purgante de las calderas y a la goma que hierve y se derrite como chocolate en los bombos metálicos. El pueblo estrena un nuevo día y empieza a trajinar en el instante en que Juan Hernández, uno de los guardas de la fábrica, ha pulsado el interruptor y el eco del soniquete ha reverberado por toda Vera levantando a los niños de la cama, aviando a las madres a preparar la taza de leche ordeñada y urgiendo a los albañiles, a los labradores, a los barberos, a los alguaciles a meterse en vereda.
Por la calle Juan Anglada y San Cleofás, por la de la Soledad y la de la Plata, han ido incorporándose obreros y peones de la fábrica de Miguel Giménez a la plaza Mayor, pasando por la de Fernando V, el Barrio, las Cuatro Esquinas, hasta desembocar en San Antón, el potro diario de tortura, el filón donde se ganaban las habichuelas escapando de la emigración.
Hubo un tiempo en el que Vera enviaba barcos repletos de zapatos a países que entonces sólo se conocían por las películas de Cristóbal Colón: Costa Rica, Panamá, Estados Unidos, Nicaragua, Finlandia y Australia fueron algunos de estos mercados donde miles de personas se calzaban cada día, al levantarse del jergón, alpargatas, zapatillas de paño, botas de serraje, las Katiuskas, que confeccionaban las hábiles manos de hombres y mujeres de un pueblo almeriense.
Hasta trescientos empleados llegó a tener la fábrica de calzados de Miguel Giménez Campoy, en el pago de San Antón. En la década de los cincuenta y sesenta ninguna otra sociedad mercantil de la provincia podía toserle en tamaño y en cifras de exportación. Su infancia transcurrió sin ir un sólo día a la escuela porque desde que tuvo uso de razón ayudaba a su padre como peón en las tareas del campo. Fue analfabeto toda su vida y solo aprendió a echar su firma y rúbrica.
Abrió su primer taller en la Plaza de las Verduras en 1920. Antes fue emigrante para prosperar, porque en Vera no había trabajo. Se dedicaba a venderle mercancía a los indios andinos en un carromato, en la frontera entre Chile y Argentina. Venía de una familia de alpargateros. Su padre ya hacía suelas de cáñamo y yute a finales del siglo XIX.
La fábrica fue ampliando la gama de calzado. Dejó atrás la alpargata y empezó con las sandalias de goma, las zapatillas de paño, los colegiales, hasta pasó a ser más una industria química del Sindicato vertical, más que manufacturera. La materia prima del calzado se obtenía de la recuperación que hacían los jaraperos, que recogían los trapos viejos de las casas y cortijos, y los cambiaban por santos, aguja o hilos y después los vendían en la fábrica de Vera. Los calzados de Vera contaron con varias marcas registradas, entre ellas, Guerrero, El Hacho, y MGC (Miguel Giménez Campoy).
Miguel Giménez Campoy fue siempre un emprendedor en estado puro. En 1959 Calzados Miguel Giménez producía dos millones de zapatos al año. Iba buscando siempre las mejores oportunidades en la compra de materia prima y maquinaria y fue durante décadas la primera empresa almeriense de exportación en el sector industrial
La fábrica constituyó un gran equipo de fútbol federado en la década de los cuarenta. Se llamaba Grupo Empresa Giménez Campoy. Se creó una gran afición y tenía entre sus contrincantes a la Ferroviaria de Almería, Oliveros y Motoaznar. El campo de fútbol estaba situado en el llano que después fue el cine de la Terraza Carmona. Se alineaban jugadores y trabajadores de la fábrica como Melchor y Manuel López Garrido, Pedro Baraza, los Curros, Camacho, Pepe Vizcaíno y Los Marroquines.
En Vera, se vivía al ritmo que marcaba la sirena de la fábrica: doscientos trabajadores se movían al compás del horario de entrada y de salida. Había dos secciones de producción en la fábrica de Vera: la de preparación de las gomas para el piso del calzado y la del corte y cosido de la lona, paño o piel. El emporio que fundó Miguel Giménez sobrevivió cincuenta años, pero en la década de los setenta tuvo que cerrar sus puertas. Llegó la crisis del petróleo, la devaluación de la peseta y perdió competitividad en los mercados exteriores. Se hizo prohibitivo comprar piel para después vender el zapato a buen precio y una noche de abril de 1974 se acabó todo.
Por eso, ahora, con la perspectiva que da el tiempo, aún tiene más mérito la trayectoria de la empresa Calzados Giménez de Vera, que, sin ningún tipo de ayudas de la Administración, consiguió durante dos décadas ser la excepción que confirma la regla en la famélica industria provincial almeriense de los años 50 y 60. Todo, gracias al esfuerzo y a la inteligencia natural de Miguel Giménez, un visionario que creó un imperio de la nada, en un pueblo aislado, sin comunicaciones, y que, 25 años después, aún no tiene sucesor.
Murió un día después de caer las bombas de Palomares, en 1966, con 76 años, de una afección al corazón.
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