Hubo un tiempo en el que todo pasaba en la calle, cuando los niños tenían derecho a jugar sin grandes peligros y disfrutar de esa sensación inigualable de libertad que era compartir con los amigos sin la vigilancia de los padres. Hoy, salvo en algunas plazas y parques públicos, ya no se ven pandillas de niñas y niñas jugando a sus anchas. Los que salen tienen enfrente a sus vigilantes para que nada les suceda.
Hace cuarenta años todavía quedaban niños revoloteando por los solares y grupos de niñas que instalaban sus juegos en cualquier calle cuando pasaba un coche de vez en cuando. Aún sobrevivían las antiguas costumbres y algunas formas de entretenimiento que hoy solo aparecen en momentos puntuales, en barrios de la periferia donde es posible encontrarse con un par de niños en la calle.
Uno de aquellos juegos que hoy sería impensable ver en una ventana del centro era el de la maya. Consistía en pedir una moneda a todo el que pasaba con la coartada de una niña o un niño adornado con un mantón y una flor, todo por conseguir el botín de unas cuantas pesetas en un mundo donde un duro daba para mucho. Con un duro te podías comprar una bolsa de pipas, un chicle, un par de caramelos y dos barras de regaliz de aquellas de dos colores que vendían en las tiendas de barrio.
Todos los años, cuando llegaba el mes de mayo, los niños solíamos recorrer en pandilla los barrios más populares de la ciudad con el único fin de ver a las niñas disfrazadas de mayas. A veces se rompía la costumbre y en vez de una niña vestían a un niño, o a un señor mayor para darle un toque humorístico a la escena y rozar el esperpento.
Nos gustaba disfrutar de aquellas estampas tan pintorescas, en las que las niñas de nuestra edad se convertían de pronto en muchachas, gracias a los tacones exagerados, los trajes y la pintura que adornaba sus caras y acentuaban sus ojos. Las mayas eran todavía una fiesta pura de calle, un escenificación espontánea que llenaba las plazas y las callejuelas de niños y le daba mucha vida a las pequeñas tiendas de barrio, que en aquellos días de primavera se llevaban parte del botín que los chavales recaudaban pidiendo para la engalanada: “Una pesetica para la Maya”, se decía entonces.
Las mayas formaban parte de nuestra cultura, aunque a lo largo de la historia tuvieron etapas de oscuridad en la que este tipo de celebración estuvo bajo sospecha e incluso llegó a ser prohibida.
A comienzos del siglo pasado, un Bando municipal decretó que quedaba “terminantemente prohibido pedir limosna en la vía pública con ocasión de la Cruz de Mayo. Si fuesen menores de edad, serán responsables los padres o tutores, los que serán también conducidos a la Casa Consistorial para pagar las multas que les impongan”.
El que fue archivero municipal después de la Guerra Civil, el erudito almeriense Bernardo Martín del Rey, contaba que a mediados del siglo diecinueve se fue perdiendo la tradición de las mayas, y que volvió a tomar vigor en los últimos años de esa centuria, vinculando este resurgir con la aparición de una estatuilla en unas obras realizadas en un barrio del centro. Mientras dos albañiles excavaban los cimientos para construir dos casas en el campo de Regocijos, encontraron una estatua mutilada de la diosa Flora. La imagen quedó expuesta durante mucho tiempo “a la admiración de las gentes” en un anchurón entre las calles Dos Soles y Regocijos.
Martín del Rey aseguraba que en honor de esta Flora, diosa de la primavera, le pusieron el nombre a esa calle y se restablecieron las mayas en Almería, en un tiempo en el que abundaban los pedigüeños pidiendo al grito de: “Un chavico para la Maya, que no tiene manto ni saya”.
Por aquellos años era costumbre que la elegida para ser Maya fuera la soltera más vistosa del barrio, cuya puerta y ventanas se engalanaban la noche anterior al primero de mayo con ramas recién cortadas. A la mañana siguiente venían a buscarla las compañeras, provistas de panderetas, cascabeles, castañuelas y mozos con guitarras. Esta ceremonia se fue perdiendo y en algunos barrios la fiesta degeneró hasta convertirse en un acto que rozaba la mendicidad, lo que provocó la respuesta de algunos sectores de la sociedad almeriense, como la prensa y los comerciantes, que exigieron medidas al Ayuntamiento para terminar con “semejantes mamarrachadas”.
Con luces y sombras, las mayas siguieron apareciendo cada primavera, con su nube de chiquillos brincando y pidiendo. En el año 1968, hubo un intento de dignificar la tradición gracias a la iniciativa de una entidad cultural, bautizada como Club Onice, que en colaboración con la Delegación Provincial del Ministerio de Información y Turismo, organizaron lo que en aquel tiempo se bautizó con el nombre de ‘Exaltación de la Maya de Almería” con premios para las más vistosas.
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