Las manos que nunca descansan

Javier Arcos es el maestro tallista de la ciudad, lleva más de medio siglo en el oficio y no piensa jubilarse

Javier Arcos en su estudio de la calle Lope de Vega donde restaura una imagen de la Inmaculada del siglo XIX.
Javier Arcos en su estudio de la calle Lope de Vega donde restaura una imagen de la Inmaculada del siglo XIX.
Eduardo D. Vicente
20:51 • 10 feb. 2018

El reloj, en su taller de la calle Lope de Vega, marca las horas con paso lento. Los días son más largos, los años no dejan tanta cicatrices y las ilusiones permanecen inalterables, como un duende misterioso que va frenando el paso del tiempo.




El artista se mantiene joven mientras le acompañe el deseo de seguir creando. Su edad no está en la fecha que señala su carnet de identidad, que es un documento mentiroso, sino en la que muestran sus manos, con ese empuje que le hace sentirse joven y le permite renovarse a diario.




Javier Arcos es un veterano maestro de la talla, con la vitalidad de un adolescente. No ha perdido las ilusiones y todavía se emociona cuando coge la gubia y el pincel para devolverle la vida a la figura de un santo.




Su taller humaniza la calle Lope de Vega y le devuelve ese perfume de lo artesano que hace mucho tiempo que perdieron los barrios antiguos. Esta última Navidad, cuando cientos de personas pasaban por la tarde hacia la Plaza de la Catedral, buscando el atractivo de la bola gigante, había que ver como los niños se detenían delante de la puerta del taller y se quedaban con la boca abierta viendo trabajar al maestro. Algunos pasaban dentro y sin decir una sola palabra, contemplaban absortos el ir y venir de las manos recorriendo los detalles de su obra. Seguramente, la mayoría de esos niños que lo miraban como si estuvieran delante de un acontecimiento extraordinario, no habían visto nunca trabajar a un artesano y la observación directa de una realidad desconocida   para ellos les causaba el mismo asombro con el que los niños de hace cincuenta años vieron por la tele como el hombre pisaba la luna.




El estudio del tallista es un templo donde uno puede aislarse del mundo durante unos minutos. Entras y allí, entre el olor a pintura y a madera, viendo como las manos no se cansan de dar vida, uno se reencuentra con los pequeños detalles que te hacen volver a tu infancia, cuando en el barrio sobrevivía el ebanista, el tallista, el tapicero, el zapatero remendón, y todos aquellos pequeños oficios que se han ido perdiendo.




Hace años, cuando vivía el archivero de La Catedral, don Juan López Martín, el taller de Javier Arcos era su confesionario. El sacerdote tenía por costumbre pasar todas las tardes, antes de meterse en la iglesia, y hablar de lo divino y de lo humano mientras admiraba el trabajo sincero del artista. Una placa de piedra en la fachada del local, recuerda para siempre el paso del canónigo por el taller. “Era un gran amigo y una persona de una inteligencia admirable y de una inmensa cultura”, recuerda el tallista.




Hoy le falta la visita diaria del amigo, pero no el trabajo. Los encargos han ido decayendo con los años, pero siempre tiene algún cliente que le lleva una Virgen o un santo antiguo para que le quite unos años. Ahora está trabajando en una pieza de gran valor sentimental. Se trata de una talla de la Inmaculada que él ha calculado que puede ser de 1820. Cuando dentro de unas semanas su dueño se pase a recogerla, se encontrará con una Inmaculada renovada, pero que conserva todo el alma que tenía antes de la restauración.




Javier Arcos no es el único tallista de la ciudad, pero sí el que más años lleva en el oficio. De su historia le gusta recordar sus años de niño en el pueblo de Felix, donde sus padres se refugiaron en guerra y donde él pasó después los primeros años de su infancia. A comienzos de los años cincuenta se vino a vivir a Almería, a la Carretera de Málaga, como correspondía a un hijo de pescadores.


A los siete años de edad, el maestro que tenía en el colegio de San José intuyó su vocación por el dibujo artístico, que le abrió las puertas de la Escuela de Artes, donde tuvo la suerte de coincidir con dos figuras fundamentales para su aprendizaje: los maestros don José Hervás y don Santiago Granados. Por aquellos años ya había prendido en su interior una inclinación por los motivos religiosos. Con ocho años era cofrade de Estudiantes antes de encontrar su destino en el Santo Entierro, en un tiempo en el que todavía los penitentes iban con túnicas de cola y alambres traseros. Su devoción le llevó finalmente al Cristo de la Escucha, al que sigue ligado de por vida y con el que todavía se emociona cuando de madrugada la figura del crucificado llega a la cuarta estación para ponerse delante de la puerta del santuario de la Virgen del Mar.


En sus años de adolescencia ya sabía que su oficio tenía que ser el arte. Su primera experiencia profesional la vivió ene l taller del maestro Llerín, en la antigua Plaza del Emir. Después vino la mili y la necesidad de buscarse un oficio que lo llevó a la empresa de muebles de la familia Papis, donde permaneció hasta que montó su propio estudio.



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