La placeta del Sol era entonces el rompeolas de Vera. Allí ocurría casi todo, en ese pueblo ilustrado y fronterizo, de comerciantes y menestrales; allí estaba esa plazoleta -y sigue estando- que antes fue llamada del Berro y del Juez Paniagua, y en la que la luz parece que nunca dimite; allí, en ese espacio que estuvo cercado por viejas casonas, en el que la calle Mayor pide permiso para entrar, tenía el Caito la salida y la meta, en esos viajes eternos a los pueblos vecinos; allí, en sus baldosas, descansaban las mujeres enlutadas de Garrucha y de Mojácar que habían ido a hacer el mercado de los sábados, cuando a Vera había que ir a comprar desde una caja de lápices a una chaqueta para una boda; allí nos poníamos a hacer dedo los alumnos del Instituto para ahorrarnos el autobús de vuelta.
Allí, en ese mágico zoco levantino, jaleado por el bramido de los coches, por el fragor de la imprenta de Paco Ramírez, por el rumor de las prisas mañaneras, estaba El Alicantino. Era esa tasca como el fielato del distrito, en donde los clientes, en vez de pagar los arbitrios, se despachaban a gusto con una copa de anís.
Detrás de la barra de madera antigua, flotaba José Ramón, con sus gafas ahumadas y sus chascarrillos, con sus palomas y sus berrechas, con su cara de confesor benévolo, presto siempre a oír pecados veniales. Fue durante más de ochenta años ese bar un hito de Vera, como el Espíritu Santo, un espacio evocador, de ratos compartidos, entre amigos que acudían a tomarse un vino y a jugárselo a los chinos, con habas frescas y bacalao como manjares del mismísimo Versalles; entre familias que se sentaban en sus sillas de tijera las noches de verano a tomar limonada cuando volvían de dar una vuelta por la Glorieta perfumada de jazmines.
La historia de esa taberna veratense, memoria comunal de generaciones, se fraguó a través del empuje en los negocios de Juan Sogorb López, un alicantino que llegó al pueblo a principios del siglo XX como contratista de carreteras. Allí se enamoró de Catalina Cáceres, quien le advirtió antes de casarse que ella no se movería de su pueblo para seguirlo por los caminos de España. Abandonó, pues, las contratas Juan y compró casi todo el terreno de esa Plaza que fue como su claustro materno.
Allí levantó un colmao donde vendía desde papelones de harina a libras de garbanzos y habichuelas, mantas de tocino y cuarterones de aceite. Y a eso le adicionó un humilde mostrador donde despachaba copas de anís Machaquito. Le fue bien el economato a este inquieto alicantino que dio nombre a la a saga y compró una finca en el pago Cabuzana, junto a la plaza de toros, donde puso parrales de uva que expedía a Inglaterra, y donde su nieto, José Ramón, disfrutaba tirándole de las orejas al asno del cortijo.
Cuando fue envejeciendo el abuelo, fue cediendo las obligaciones del establecimiento a sus ocho hijos: Ramón, Juan, Diego, Manuel, Catalina, Teresa, Antonia y María.
Quien continuó con el oficio del bar, al fallecer el patriarca, fue Ramón, que se había casado con Pepa Salas Navarro, quienes tuvieron que sortear los duros días de la Guerra y la Postguerra, regentando también un estanco y cumplimentando las obligadas cartillas de racionamiento. Allí despachaba Ramón las escuálidas raciones de bacalao, de azúcar, de tabaco para liar, entre reproches de sus feligreses por la carestía de la vida. A Ramón se le murió su Pepa muy joven y él se fue apagando también, como la mariposa que encendía cada noche junto a su fría cama de viudo. En 1946 falleció y, con apenas veinte abriles, tomó el testigo en esa barra con tanta solera, su hijo José Ramón, el tercero de los alicantinos.
José Ramón modernizó el negocio con barra de mármol y abandonó poco a poco los ultramarinos. Había nacido en la hermosa calle de la Plata, habitada en sus orígenes remotos por mineros de Almagrera. Allí disponía de un bancal con gallinas, conejos y una higuera y sembraba alcachofas y habas, para que de nada faltara en la despensa.
Se casó con Ramona Baraza, la hija mayor de Antonio el Caito, y fue sustituyendo los garbanzos torraos y las tristes aceitunas por tapas más elaboradas y salpimentadas por su mujer. Fueron célebres -porque antes, en esos años 5o, cualquier cosa era una fiesta- sus riñones encebollados, la magra con tomate, el pulpo en aceite y la musina salada que le traía el tío Joaquinillo. Después pusieron el Instituto y llegaban los alumnos en tropel a media mañana, con su acné y sus pantalones cortos, pidiendo el bocadillo para el recreo; y los viajantes de tejidos, que se hospedaban en el Hotel Plus Ultra o en El Español, que tomaban el aperitivo contando chistes frente a un anfitrión que no descuidaba detalle; y el director del banco, Carlos Navarro que le decía: “José Ramón, ¿me van a faltar hoy los Ideales?” “Ni hoy ni nunca, don Carlos”, y el notario don Alfonso Salas y el registrador don Paco Montoro y Jesús, el jefe de Correos -que cantaba por soleares cuando se tomaba dos marie brizard- y Melchor el Cartero, y Jerónimo el Chocolatero y Pedro el municipal y Segura, el tesorero.
Era un oficio esclavo, de doce horas diarias a pie de barra y sin ningún camarero: solo ante el peligro, José Ramón, como Gary Cooper, porque el día a día de un pueblo como Vera lo escribía gente como él. Abría a las siete de la mañana y empezaba vendiendo el tabaco del día a los operarios de la fábrica de calzado de Miguel Giménez, que apuraban la copa de aguardiente al tiempo que sonaba la sirena de entrada; y también aparecían de temprano los pastores con la pelliza a recargar sus mecheros de yesca y los cazadores con las escopetas, que volvían a que Pepa les guisara las liebres en la hornilla, y los albañiles albinos por el yeso, a por papel Bambú y el paquetón de caldo gallina.
Y se popularizó la cerveza Cruz Blanca, arrinconando al Jumilla que empezó trayendo en barriles el abuelo en carros tirados por una pareja de mulas; y llegaron los cubalibres, y la máquina de discos, al tiempo que la gente empezaba a tener más dinero para gastar en el bolsillo y decían aquello de: “Nos vemos en el Alicantino”. Hasta que en 1990 se jubiló y, tras años de alquiler a Angel el Maera y a la Chispa, cerró para siempre el negocio de sus antepasados. Hoy, José Ramón, con 93 años, el pelo blanco y los pies castigados, aún se sienta en la butaca, en la puerta del estanco, en su Plaza del Sol, y otea a lo lejos la barra en la que laboró día y noche durante 45 años.
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