El regalo de la hucha del Domund

Pedir para el Domund nos permitía `fugarnos` con permiso de la aburrida escuela

En los años 70 se pedía mucho por las calles. Se pedía para el Domund, para Caritas, para el cáncer, para los damnificados por los temporales. En la
En los años 70 se pedía mucho por las calles. Se pedía para el Domund, para Caritas, para el cáncer, para los damnificados por los temporales. En la
Eduardo D. Vicente
19:10 • 18 feb. 2018

Tenía que haber muchos pobres en el tercer mundo porque las campañas para recaudar dinero eran frecuentes. Eso al menos es lo que nos decían los maestros cuando nos ponían las diapositivas donde se veían a los niños de África desnutridos, esperando que nosotros, los niños privilegiados que comíamos todos los días varias veces y teníamos todas nuestras necesidades cubiertas, les echáramos una mano pidiendo por las calles.  Una mañana, algunos días después de que nuestra maestra nos pusiera al día, aparecían por el colegio las señoras catequistas y un sacerdote que iban recorriendo las clases despertando nuestras pequeñas conciencias con discursos que no entendíamos sobre la fe, las misiones y la religión. De todos aquellos mensajes sólo nos quedaba claro que había que recaudar mucho dinero para salvar las almas de esos miles de niños que en lugares remotos, que estaban allí frente a nosotros, en el viejo mapa de la pared, necesitaban creer en Dios para poder comer. En el grupo siempre iba una misionera que nos contaba su experiencia en alguno de aquellos poblados alejados de la civilización y nos alentaba para que nos entregáramos en cuerpo y alma a la noble tarea de la cuestación.




Cuando el cura y su séquito se marchaban, la maestra ponía sobre la mesa un manojo de huchas amarillas con la tapadera azul, lacradas con un sello de plomo, para sortearlas entre los alumnos. Si te tocaba una hucha lo celebrabas como si fuera el premio gordo porque significaba una mañana de libertad, unas cuantas horas de ‘callejeo’ fuera de las aulas. Si me tocaba la hucha me llevaba una alegría, pero me obligaba también a no contarlo en mi casa, ya que mis padres nunca me dejaron pedir dinero, aunque fuera por un fin tan necesario.




Salir a la calle en horas de colegio era una de las mayores recompensas que podíamos recibir los que estábamos hartos de colegio diez minutos después de haber empezado las clases. Salir a la calle un miércoles a las diez de la mañana era rescatar un trozo del día que se nos negaba, traspasar los muros de la ciudad prohibida, profanar el horario y la rutina de la escuela con permiso de la autoridad. Los lugares más habituales, hasta nuestros pequeños rincones sentimentales, como la plazoleta donde jugábamos o la acera donde vivíamos, nos parecían territorios distintos a esa hora de la mañana en la que teníamos que estar en clase. Nos invadía una sensación extraña, como si estuviéramos viendo todas aquellas escenas de mujeres cargadas con la compra y vendedores ambulantes a través de una ventana. Nos sentíamos forasteros, envueltos en una libertad condicional, rehenes de un recreo que se saltaba los límites de las paredes del patio.




Salir a la calle en horas de colegio nos producía una excitación parecida a cuando nos llevaban al cine en un día de diario o cuando los maestros nos subían a La Alcazaba para que demostráramos nuestras habilidades como dibujantes. A esas horas parecíamos robinsones perdidos en un mundo de adultos y nos costaba trabajo reconocer aquellas calles en las que ni los ruidos ni los colores nos eran familiares, calles donde la vida corría a un ritmo diferente al nuestro, calles de una ciudad que nos parecía más triste, como si hubiera envejecido de pronto sin las voces de los niños. Allí íbamos nosotros, los fugados con permiso, las almas puras dispuestas a competir por ver qué grupo conseguía llenar antes aquella alcancía prestada que nos hacía más libres durante unas horas. Siempre había algún pillo que aprovechaba el momento para meterle mano a la hucha y sacar unos cuantos duros para gastárselos en golosinas, desafiando las reglas y la vigilancia de los maestros, que cuando regresábamos de la calle revisaban con detenimiento las huchas para comprobar que las lacras que las cerraban no habían sido profanadas.




Domund significaba ‘Día Mundial de la Propagación de la Fe’. Las cuestaciones venían de lejos, de los años de la posguerra cuando la Iglesia fomentó la caridad a través de colectas populares. Almería no tuvo buena prensa a nivel nacional porque sus recaudaciones fueron muy pobres. En 1945 se tachó a nuestra provincia de ser poco generosa, como si los almerienses no tuvieran bastante con sobrevivir esquivando el hambre como para tener que mandarle dinero a los países pobres. Para poner en guardia la conciencia colectiva, al año siguiente se sacaron en la prensa comparaciones denigrantes diciendo que hasta en Fernando Poo los ciudadanos eran más altruistas que en Almería, porque allí se había recaudado una media de 1,35 pesetas por habitante, mientras que en nuestra ciudad sólo se había conseguido la ridícula cantidad de 0.02 pesetas por cabeza.




En 1949, vísperas del Año Santo, la Iglesia puso en marcha una gran maniobra propagandística con el nombre ‘Domund del Año Santo’. Aquí se le llamó la campaña del sobre porque en las puertas de las iglesias, en los trabajos, en los comercios y hasta en los colegios, se llevó a rajatabla el eslogan ‘un sobre para cada católico’ con el fin de conseguir una recaudación digna.






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