En el camino hacia la muerte había sombras de árboles frondosos que no dejaban ver la luz; un largo sendero sin horizonte con puertas que se abrían y cerraban en un laberinto donde los sueños se mezclaban con las voces de las enfermeras que le cambiaban el suero cada dos horas. Mientras su cuerpo yacía en una cama de la Unidad de Cuidados Intensivos de Torrecárdenas, su inconsciente lo llevaba por un túnel del tiempo donde recuperaba lugares queridos y personajes que en algún momento habían formado parte de su vida.
Salvador López Martínez es un superviviente de un proceso de gripe A con doble neumonía que lo mantuvo mes y medio en coma inducido, tumbado en el lecho y agarrado a la vida por medio de máquinas que le permitieron seguir respirando en esos momentos en los que la vida se le escapaba por los pulmones.
La enfermedad lo invadió de tal forma que a su familia solo le quedó la esperanza de agarrarse a un milagro. Fue cuestión de días, un golpe a traición, una puñalada por la espalda: la fiebre repentina, la debilidad extrema, la sensación de que la vida se le iba cada vez que respiraba. Los médicos pensaban que era cuestión de días, mientras el enfermo mantenía una dura batalla por quedarse sin saber que la muerte había venido en serio. Había momentos en los se quedaba cerca de abrir los ojos que el virus cegaba, instantes en los que se reconocía en el mundo de los vivos porque escuchaba hablar a las enfermeras mientras manipulaban sus tubos. De vez en cuando regresaba, pero no tardaba en volver a ese laberinto donde los sueños más absurdos lo llevaban por lugares lejanos, por épocas que no era la suya.
Cuenta que una vez soñó con que una de las enfermeras que lo cuidaba lo raptó y con el cuerpo cubierto de cables se lo llevó a Shangai. Otra vez su fantasía lo llevó por un río de China a bordo de una barca y navegando se desesperaba por culpa de la sed, una sed agotadora, insaciable, como debe ser la sed en la antesala de la muerte.
En otro de sus sueños se encontró con un personaje que hacía más de veinte años que no coincidía, un vendedor de golosinas de los que iban por su tienda a venderle la mercancía. Lo vio en una recta estéril, al lado de una carretera y el vendedor se le aparecía repartiendo las chucherías en un tren. En otra ocasión soñó que estaba en el desierto del Sahara, que era la recta de Guadix. Estaba preso y para huir se valió de la ayuda de un panadero que lo conocía y que en esos momentos pasaba por allí.
La muerte no tenía que estar muy lejos, pensó después, el día que el inconsciente lo llevó por las aguas del Caribe en un barco de lujo que acabó hundido en el fondo del mar. Cuando creía que no tenía salvación se dio cuenta que en las profundidades marinas se podía respirar y su cuerpo se movía con agilidad para poder alimentarse de los cangrejos enanos que iba pescando con las manos. Cada sueño lo acercaba a la muerte, lo ponía al límite, pero siempre lograba salir adelante, agarrarse a un árbol cuando caía por un precipicio, encontrarse con un amigo que lo ayudaba cuando una mujer malvada trataba de matarlo.
La tarde que volvió a la vida, pensó que todo había sido un sueño, que había soñado una enfermedad, una sala del Hospital, un equipo de médicos y enfermeras. Cuando abrió los ojos y movió la cabeza comprobó que no se trataba de un juego, que había estado tan cerca del otro barrio que su cuerpo se había quedado reducido a la mitad. Sus músculos parecían agotados, su respiración era lenta y un simple movimiento como abrir y cerrar las manos le costaba un mundo.
“Cuando ya estaba mucho mejor y empezaron a quitarme los tubos el médico me dijo claramente que hubo un momento en que no daban un duro por mí”, me cuenta el recién nacido mientras reposa tranquilamente en una butaca del salón de su casa.
Salvador tardó algún tiempo en recuperar las fuerzas, pero el trance no le dejó ninguna secuela psicológica. De aquel encuentro inesperado con la muerte la única huella que le ha quedado ha sido ese manojo de sueños que a pesar del paso del tiempo sigue reconociendo con todo lujo de detalles, como si le hubieran ocurrido la noche anterior, como recordamos cada detalle al despertar de una pesadilla. “Podría estar dos días repasando cada uno de los sueños que tuve”, insiste.
Asegura también que no llegó a sentir miedo, que aunque en los sueños se jugaba la vida, siempre tenía la certeza de que acabaría saliendo ganador, como nos ocurre con esas películas en las que por un lado tememos la posibilidad de que muera el protagonista, pero estamos tranquilos porque sabemos que la historia tendrá un final feliz.
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