Fue imborrable el año 2018 por un fenómeno no explicado ni explicable que, indudablemente, nadie habrá olvidado. Los rumores agitaban las poblaciones de los puertos y removían a las gentes de mar. Hacía algún tiempo que varios buques creían sentir entre las olas una figura de una belleza extraordinaria, de un fulgor maravilloso, a veces fosforescente, infinitamente más poderosa y más rápida que una ballena.
De puerto a puerto se hablaba de ese ser fantástico que iluminaba las noches del Mediterráneo. Le cantaban en los cafés, le dedicaban páginas y páginas en los periódicos, lo representaban en los teatros. Las gacetillas especulaban sobre el origen del misterio: hablaban de todo tipo de seres mágicos y divinos, de aquel guardián que cuidaba a las aguas y a los peces con una delicadeza abismal. Hasta que un día, ese objeto enorme, brillante, metálico, rodeado de animalillos luminosos, ancló frente a las costas de Rodalquilar. No era luz eléctrica lo que desprendía el artefacto impresionante. Las chispas procedían de un vigor y un movimiento insólitos. Aquello era una luz viviente. Y de ahí emergió un hombre que parecía formar parte de la corte de los dioses griegos. Era el Capitán Nemo, en pie sobre la piel metálica del Nautilus. Venía buscando a la persona que más supiera de peces, de mareas y del mundo marino. Buscaba el corazón más puro; al capitán que cuidara siempre del Mediterráneo, más allá de la tierra y del mar, más allá del presente y del pasado.
Y entonces, a lo lejos, divisó al Pescaíto. En ninguna orilla del mundo había hallado a nadie tan perfecto para surcar los mares y dirigir, juntos, el Nautilus, la nave más formidable que las aguas han visto jamás. Y desde entonces Gabriel y el Capitán Nemo navegan por las playas más bellas del planeta y cuidan de los peces, de las plantas acuáticas y de la eterna infinidad marina.
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