La tristeza compartida es una fina capa de niebla que se va posando en el aire, en los muros de las casas, en el sentimiento colectivo de la gente. La plaza de la Catedral amaneció cubierta por ese terrible rastro de niebla que deja la muerte absurda de un niño de ocho años. El dolor de una ciudad se queda para siempre, como permanece en las piedras la huella de la humedad, como la herida que va dejando en un acantilado la fuerza invisible de la marea.
Un gris ajado cubría el cielo de la plaza, un cielo irreal decorado con nubes de cartón piedra que acentuaban esa sensación de tristeza. Había en el lugar un dolor acumulado que había detenido el tiempo. Hasta las palomas de la iglesia, que todos los días a esas horas de la mañana revolotean por la puerta principal, parecían ausentes. Ayer no se posaron en las columnas de la puerta ni caminaron detrás de los transeúntes buscando la recompensa de unas migas de pan.
No hace falta ponerse de acuerdo para compartir el dolor por la muerte de un niño. La gente llegaba de forma espontánea, desde todos los barrios, desde todas las condiciones sociales, con el mismo gesto de tristeza. Hay emociones que no se pueden digerir hacia dentro porque nos estallan en los ojos de forma irremediable. No ha sido una muerte más; con Gabriel todos hemos perdido algo, ha sido una derrota colectiva como si a cada uno de nosotros se nos hubiera ido un familiar. “Lo he sentido como un hijo”, me decía Carmen Fuentes, una mujer de unos setenta años que a duras penas había podido desplazarse desde la Plaza de Pavía por culpa de una artrosis brutal que le ha doblado la espalda. “Llevaba una semana sin salir. Esta humedad me mata, pero angélico el niño, se merecía esto y mucho más. Me pongo en el lugar de esa madre, lo que tiene que estar sufriendo”.
La necesidad de compartir el sufrimiento se contrarrestaba con la obligación de levantar el ánimo de los familiares. Por eso, la gente empezó a aplaudir cuando unos minutos antes de las once de la mañana comenzó a llegar el cortejo: el pequeño féretro de color blanco llevado a hombros hasta el Altar Mayor; el llanto de los padres al bajarse del coche; el gesto de la madre abriendo los brazos como si le estuviera pidiendo un abrazo a cada uno de los allí presentes. Mientras en el interior del templo las autoridades presenciaban la ceremonia, la gente, en la plaza, seguía el duelo a través de una pantalla gigante instalada frente a la fachada de la Catedral. Fue el momento de compartir las lágrimas en medio de un rotundo silencio, el mismo silencio que compartieron las palomas, que allá arriba, en lo más alto del campanario, parecían comprender aquel momento de profunda tristeza.
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