El 'novio' de Pescadería cumple cien años

José Cruz adquirió notoriedad al ir al programa de Juan Imedio con 97 años a buscar una pareja

José Cruz pasea cada mañana por la Plaza de San Roque.
José Cruz pasea cada mañana por la Plaza de San Roque.
Manuel León
00:01 • 18 abr. 2018

Desde ayer es centenario, como el brandy, José Cruz Cañadas, un almeriense del legítimo barrio de Pescadería, que mantiene aún el vigor y el humor de un mozo de reemplazo. Mora frente a la Iglesia de San Roque y a su Plaza sale todas las mañanas de Dios con una sonrisa en los labios, en busca del sol de membrillo. Antes se ha afeitado y se ha entretenido en masticar con hambre de lobo una tostada de pan con aceite que le prepara su cuidadora.



José adquirió cierta celebridad cuando hace tres años acudió al programa del celestino Juan Imedio, en Canal Sur, a buscar una novieta (batió el récord del programa como el pretendiente más veterano). Se supo que la encontró -una muchacha de 80 años- pero rompieron relaciones después de una semana de difícil convivencia. “No se adaptaron bien, no tenían los mismos hábitos”, explica su nieto Miguel Angel.



José, después de enviudar dos veces, con dos hijos, siete nietos y cinco bisnietos, parece que ha renunciado al amor, aunque hay quien aún no se lo cree del todo.  



Mientras tanto, lleva esa vida rutinaria que tanto le agradó siempre: paseos mañaneros, buenos alimentos y los veranos algún baño en la playa del Zapillo. Ve, oye y se expresa casi como un chaval. Su único achaque es la rodilla, que le falla de vez en cuando.



 Su secreto: “la ilusión de vivir, levantarme del catre por la mañana pensando que va a ser un día bueno, por qué no, la vida es bella”, repite una y otra vez, como Guido a Dora.



Hubo un tiempo en el que  este abuelillo de Pescadería, que nació en 1918, el año de la gripe, fue guapo y pinturero, como lo demuestran sus fotos a lo Rodolfo Valentino, cuando gastaba bigote fino y sombrero calabrés.



Su padre era cenicero, el que vendía la  ceniza acumulada en los barcos de vapor que llegaban al muelle a los encaladores para hacer cal. Pocos hombres quedan ya en esta ciudad, en esta provincia, con su cabeza, con su memoria, con sus ojos ajados, que hayan visto pasar  el charlestón,   los coches de caballos, los hangares llenos de barriles y una Guerra miserable.



Está orgulloso de su vida, de sus dos mujeres, que en gloria estén, “porque me han pasado más cosas buenas que malas”. 


Su chiquillo mayor, su Esteban, tiene 76, y su pequeña, 71. Pero aún se preocupa por ellos, como si aún fueran esos niños que él fue criando con cariño y con la paga que ganaba como mecánico en Talleres Trino, en Las Almadrabillas y en la Pegaso de Barcelona. 


Conserva aún algo de pícaro con deportividad este José y aún conserva algo del aliento de aquel conquistador que los domingos se ponía gomina en el pelo, cogía su sombrero y se iba al Paseo a ver las muchachas pasear.


Fue a la escuela del Jorobado, donde aprendió las cuatro regla. Se metió a trabajar de dependiente en la Sombrerería Plaza donde despachaba boinas y sombreros y después entró de aprendiz en la Barbería Robles, aunque lo suyo era la mecánica. Trabajó en Garaje Trino y durante la Guerra fue Guardia de Asalto.


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