Hay una ciudad que brota en todo su esplendor cuando abandonamos con el coche la oscuridad del túnel de Bayyana y enfilamos la carretera del Puerto y la Vía Parque. Es un cuadro exquisito, la postal de una Almería pletórica, con el mar latino y los barcos a la derecha y con los cerros de La Chanca y las almenas de la Alcazaba a la izquierda.
En una ciudad -como poetizaba Pessoa de Lisboa- caben muchas ciudades, y esa, la que se divisa desde la altura de el Cañarete, aparece como la Almería bulliciosa y colorista que flota sobre el ambiente portuario, en la que apenas se advierte ese fielato obligado, esa frontera metálica que es la reja que separa el Puerto de la ciudad.
Hubo un tiempo que no fue así, aquel en el que el Paseo del Malecón -antes de que se llamara Parque de Alfonso XIII, luego de José Antonio y ahora de Nicolás Salmerón- olía a mar de verdad, a estopa y a salitre y sobre el verdín del cantil asomaban erizos y lapas; aquel en el que en el andén de costa se apilaban montañas de mineral de hierro y llegaba el carbón para la fábrica del gas; aquel en el que, durante los meses de faena de la uva, llegaban reatas de tres o cuatro caballerías desde Ohanes, Berja, Dalías Canjáyar o Alhama, con barriles cargados de pámpanos, atados con gruesas cuerdas y con el carrero apostado sobre el varal con sombrero de palma y un látigo en la diestra; aquel en el que niños con las rodillas cicatrizadas -cuando los niños aún jugaban en la calle- corrían en bicicleta junto a la arena pedaleando hasta el morro de allá; aquel en el que los jabegotes sacaban el copo de la playa de Las Almadrabillas y sus mujeres salían corriendo con el capacho a la espalda a pregonar el pescado fresco de la barca; aquel en el que los rudos marineros de otros mares, con el pecho tatuado como en la canción, bebían vino y coñac en la Bodega de Briñón o en el Miramar del Ruso, donde sonaba siempre la música triste de su célebre gramola.
La historia de Almería, de los almerienses, es la historia de su Puerto, de su lucha por conseguirlo. Y así nació y creció el Portus Magnus de los romanos y después el de los árabes, con las atarazanas del arrabal de la Muralla, donde se construían muchas de las naves de la flota califal. El puerto de la Almería contemporánea, más allá del fondeadero, arrancó en 1838 con el proyecto del ingeniero Derqui, cuando el Ayuntamiento le pidió al Estado que le cediera las iglesias de Santiago y San Pedro para tirarlas abajo y aprovechar los materiales en la construcción del Muelle. No llegó a ejecutarse el derribo porque a la subasta no se presentó licitador alguno, recordaba en sus memorias el ingeniero Elorrieta.
El día histórico de la colocación de la primera piedra del Muelle de Poniente tuvo lugar el 23 de mayo de 1847 por el Jefe Político de la provincia, Joaquín de Vilches, en el punto llamado Castilla Vieja.
Se pudieron ir financiando esos trabajos, arrancando la piedra de la cantera de Bayyana, con el arbitrio de un real por barril de uva que el arrendatario, Bartolomé Greppi, cobraba a los productores. Por la primitiva escalinata real desembarcó la Reina Isabel II en su fugaz visita a Almería en 1862.
Las obras se postergaban, sin embargo, por falta de financiación, hasta que en 1878 se constituyó la Junta de Obras del Puerto con Fernando Roda como primer presidente y con José Trías como primer director, el padre del diseño definitivo del Puerto almeriense, junto a Francisco Javier Cervantes, que después lo impulsó.
El Muelle de Levante y el andén de costa con sus tinglados se redactaron en 1883 y duraron en su totalidad hasta 1908, cuando vino a inaugurar el flamante Puerto almeriense el ministro de Fomento, Augusto González Besada. Fueron 61 años de proyectos y de trabajos intermitentes para conseguir que Almería tuviera un puerto moderno, a la altura de Málaga y Cartagena.
Desde entonces se vivió de todo en ese prontuario donde viene a morir la ciudad: las tristes despedidas de emigrantes que se iban a Orán o a la Argentina; las llegadas de forasteros que terminaron quedándose inaugurando nuevas sagas familiares que aún persisten; los bombardeos de la Guerra que se cebaron con la calle Pescadores que dio lugar Parque Nuevo; los desfiles falangistas y misas de campaña, con obispos, flechas y cadetes; la Coronación de la Patrona siendo alcalde Pérez Manzuco; los circos con malabaristas y mujeres barbudas; y todo el trajín de aquellas ferias inocentes de antaño.
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