En la pequeña plazoleta que se extendía frente a la puerta de la ermita de San Antón los niños del barrio levantaban montañas con palos, maderas y trapos viejos y cuando empezaba a hacerse de noche encendían una gran hoguera en vísperas de su patrón. Eran los primeros años setenta y el barrio se resistía a cambiar sus viejas formas de vida. Las puertas de las casas se llenaban de familias que acudían al calor de la lumbre, los niños jugaban a saltar los rescoldos y a asaban patatas, mientras que en la tapia del cuartel el fuego proyectaba sus movimientos como sombras chinescas.
La ermita era una casa más de aquel entorno que arrastraba una vieja historia que los vecinos se sabían de memoria. Siempre había algún abuelo o alguna abuela, en aquellas celebraciones nocturnas, que acababa recordando los días de miedo cuando la casa del santo fue destruida.
La ermita de San Antón no se libró de las iras de los exaltados que el 20 de julio de 1936 le prendieron fuego después de destrozar la iglesia de San Roque. También fue blanco de uno de los obuses que la escuadra alemana lanzó contra la ciudad el 31 de mayo de 1937, que voló en pedazos la cúpula que coronaba el recinto y se llevó por delante el techo.
Al terminar la Guerra Civil, la ermita estaba destrozada, como la mayoría de los templos de la ciudad. Las primeras ayudas económicas del Estado se invirtieron para realizar las obras de reconstrucción de La Catedral y de otras iglesias importantes, lo que acorraló un poco más a la humilde ermita. En los primeros años de la posguerra, la nave principal y el patio se utilizaron como almacén de carbón, propiedad del Tío Frasquito, un comerciante del barrio que hizo negocio en aquellos tiempos de necesidad repartiendo el carbón por las tiendas de Almería. Los carros salían cargados de la ermita y llevaban la mercancía a todos los distritos. No había barrio en la ciudad que no tuviera al menos una carbonería. Fue muy célebre la de Luis Navarro, en la Plaza de Careaga, donde se vendían a cuarenta céntimos el kilo las bolas de carbón ‘Luifegui’, con las que se alimentaban las hornillas donde se hacía de comer. La ermita fue carbonería hasta que en 1943, con la llegada de don Enrique Delgado y Gómez, primer obispo que tuvo la ciudad después de la guerra, se empezó a fraguar un proyecto serio de rehabilitación.
Los años de abandono de la ermita coincidieron con los de mayor vida en el pequeño barrio a los pies de La Alcazaba. Estaba formado por la Plaza de San Antón, donde en la posguerra vivían catorce personas; el patio de San Antón, cuatro casas que alojaban a veinte almas; y la amplia calle de San Antón, que llegaba hasta la misma Plaza de Pavía, en aquellos tiempos una auténtica avenida con una población que superaba el centenar de vecinos. La mayoría, formaban familias muy humildes de jornaleros y pescadores, llenas de hijos y sin más expectativas que poder comer a diario.
En ‘San Antón’, como en todos los barrios pobres, las tiendas fueron durante la posguerra los auténticos templos por donde pasaban las esperanzas de supervivencia de la gente. Cuánto hay que agradecerle a tantos tenderos generosos que vendían fiao y hacían posible que en muchas casas se pudiera cenar todas las noches.
Fue muy querido el comercio de don Obdulio Méndez, la verdulería de Manuel Marín y la tienda de quincalla de doña Anita Cruz, donde la gente compraba una perra gorda de albayalde para devolverle el color blanco a las zapatillas.
El barrio de San Antón tuvo su bar, el de Barranquete; su peluquería, la de Enrique Mesas, y vecinos ilustres como María Arqueros, almendrera de profesión, Antonio Cruz Delgado, maestro de escuela, Manuel Muñoz Porras, músico vocacional, Luis Guillén, maestro confitero, o Enrique Ramírez Padilla, que pertenecía al noble cuerpo de la guardia de asalto.
Faltaba el dinero y el trabajo, pero el instinto de supervivencia y las ganas de salir adelante contrarrestaban todas las penalidades de la época y convertían el lugar, cuando llegaba el tiempo de las celebraciones, en una fiesta permanente.
En enero de 1941 se recuperó la tradición de las hogueras en la víspera del santo. Como en las casas no había muebles de sobra ni trozos de madera para poder quemar, los muchachos se dedicaban a ir por las carpinterías cercanas buscando las sobras y por las barrilerías para pedir los despojos que no se utilizaban. El maestro José Ramírez Martín, propietario de la barrilería de la calle Socorro, ‘donó’ para la fiesta una docena de barriles agrietados con los que los jóvenes construyeron un monigote de madera y cartón que quemaron por la noche en el centro de la plaza. Dos parejas de guitarras y bandurrias pusieron la música y la gente cantó, bailó, se calentó al fuego y se quitó el hambre a fuerza de boniatos asados que sacaban de entre las ascuas.
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