ETA concelebró el viernes el último acto de su entierro. Expertos en funerales -para eso nacieron en los seminarios y crecieron al calor de las casullas en las sacristías-, han intentado revestirlo del pontifical de un concilio. Su esfuerzo ha sido en vano. Pero, ahora que la victoria de los demócratas ha sepultado en la derrota el horror criminal, conviene recordar a dos almerienses que se distinguieron por su lucha contra los asesinos y sufrieron tanto y tan injustamente por ello.
Las líneas que siguen son el relato de dos conversaciones mantenidas en los primeros 90 con el entonces ministro José Barrionuevo y el general Andrés Cassinello, los dos almerienses y españoles más odiados por la banda asesina, a la que nunca dudaron en enfrentarse para derrotarla y a los que algunos les pagaron con la cárcel o el olvido.
Las lágrimas del ministro
Aquel lunes 1 de enero de 1991 hacía un calor primaveral que propiciaba la conversación. Pepe Barrionuevo y Esperanza, su mujer, nos recibieron en la entrada de su casa, situada en el viejo camino que va desde Berja hasta el santuario de la virgen de Gádor, con esa amable calidez que yo ya había descubierto en otros encuentros bajo esa estética rocosa que tanta hostilidad le había generado entre el progresismo cínico de jueces y periodistas que, años después, alimentaron sus egos inabarcables investigando o criticando cada mañana de los 90 el usos de los fondos reservados que ellos mismos habían cobrado en las noches oscuras de los 80.
La cita en aquella vieja casa de paredes encaladas en blanco tenía como objetivo hablar sobre las perspectivas en su nueva responsabilidad como ministro de Transporte. Pero allí, bajo un entramado de alambres desnudos esperando el renacer de las ramas del viejo parral y presididos por un bajorrelieve del Sagrado Corazón coronando una hornacina esculpida en la pared, yo no iba a perder la oportunidad de hablar sobre aquellos años de plomo en los que el político almeriense había sufrido el desgarrado honor de ser el ministro del Interior con más entierros de asesinados por ETA grabados, como heridas irremediables, en el alma.
El exministro más odiado por ETA habló poco, quizá atenazado por el peso de la responsabilidad. Esperanza, su compañera de insomnios y lágrimas, fue más explícita y, entre las confidencias que contó mientras Manuel Manzano disparaba su Nikon, una de las que más me sorprendió, tal vez por esa estética rocosa que le ha acompañado siempre, fue la de aquellas noches trágicas en las que el ministro regresaba después de enterrar a una nueva víctima de la barbarie y de intentar, en vano, consolar la inconsolable pena de quienes hasta ese día habían compartido con ella el amor por la vida.
“Aquellas noches, Pedro, nunca las podremos olvidar. Pepe llegaba a casa destrozado. Casi ni hablábamos. Tomaba un vaso de leche y, ya en la cama, yo, en silencio, lo oía como lloraba con un sentimiento tan desconsolado que solo era derrotado por el cansancio y algún somnífero. Tanto y tan insoportable era su sufrimiento después de ver el dolor en aquellas viudas, hijos, padres, hermanos, compañeros de cuerpo o de vecindad, que dos veces insinuó a Felipe su intención de dejar el ministerio. No se lo aceptó y algunos fines de semana y para acompañarlo en ese dolor tan inmenso, Felipe venía a Castellana 5 a cocinar rabo de toro, (por cierto, no se lo digas a nadie, pero Felipe alardeaba siempre de ser un gran experto en la cocina y, la verdad, el rabo de toro le salía mejor a Pepe que a él, pero cualquiera se lo decía al presidente)”.
Lo que nadie preveía aquel lunes de abril era que, años después, el ministro más odiado por ETA, iba a ser encarcelado bajo la mirada satisfecha de quienes habían asesinado y seguirían asesinando a centenares de españoles, y bajo el ego satisfecho de aquellos que, en el pretérito imperfecto de la lucha contra la banda, habían cobrado sobresueldos de los fondos reservados que con tanto ardor antes habían defendido y ahora investigaban.
El silencio del general
Sostiene Barrionuevo que un día le dijo el general Sáenz de Santamaría que no hay nadie más reservado que un general en activo, ni nadie más activo que un general en la reserva. Sin duda el que fuera jefe de la Guardia Civil en los años mas sangrientos de ETA llevaba razón, pero con Andrés Cassinello, otro de los almerienses mas odiado por ETA, se equivocaba. El general Cassinello se irá a la tumba siendo una tumba y siendo, además, uno de los españoles que más sabe sobre ETA y sobre la lucha contra ella. Un día, su hermana María, tan impulsiva siempre, le dijo:
-Andrés, me gustaría abrirte la cabeza y ver en ella todo lo que has visto y todo lo que sabes.
-No lo hagas nunca; no lo hagas porque te asustarías-, le respondió.
Al general almeriense nunca le asustó ETA. Me lo confesó un mediodía de confidencias en su casa madrileña del barrio de Argüelles.
-No tengo miedo, nunca lo he tenido. Lo que sí tengo es conciencia del riesgo -me dijo en el salón de su casa, a la que se sólo se podía entrar después de entregar la identificación a dos policías de paisano situados en el portal del edificio y a otro en el exterior de la puerta del piso.
En aquella conversación, el general almeriense habló de Barrionuevo y del general Galindo con un afecto que, en el caso del político almeriense, sorprendía. Andrés había nacido en una familia conservadora y es hijo de un asesinado por la República; Barrionuevo era un ministro socialista situado políticamente cerca de sus antípodas ideológicas. Sin embargo, los dos sentían, ya entonces y siguen sintiendo ahora, una profunda admiración mutua. “Es el militar más culto que he conocido”, me dijo el pasado viernes el ex ministro sobre el general.
Una admiración compartida que tuvo su semilla, tal vez, en su origen almeriense pero que se cultivó en la lucha contra la barbarie, el asesinato, la crueldad y la extorsión.
De aquella conversación en su casa madrileña guardo confidencias a las que todavía no ha alcanzado el tiempo de su conocimiento, pero sí hay una que, en estos días de entierros sobreactuados, conviene recordar para que nadie confunda el relato de lo que pasó.
Contaba el general que un día, camino hacia un nuevo adiós, otro más, de una víctima de ETA, Sáenz de Santamaría le fue recordando en el coche que, en cada pueblo por los que pasaban desde Burgos hasta Bilbao ya había estado antes enterrando a otras víctimas. “Desde aquellos años odio el pacharán, no lo soporto”, me confesó antes de justificar el porqué: en aquellos pueblos y después de regresar del cementerio era costumbre beber una copa de pacharán.
ETA se enterró en medio del desprecio el viernes. Estoy seguro que los dos almerienses que más lucharon contra ella sintieron ese día el sabor indefinible del olvido.
Y es que los españoles somos tan defensores (y para bien) del Estado de Derecho que nunca (y para mal) hemos reflexionado sobre el derecho del Estado a defenderse y sobre quienes se jugaron la vida para preservar las de sus compatriotas.
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