Había que darle vida a la Plaza Vieja. El mercado era ya historia y el recinto se había quedado vacío, sin otra presencia que la de los restos de las antiguas barracas que servían de escondrijo para las mujeres de la vida. Aquellos últimos años del siglo XIX estuvieron llenos de quejas de los vecinos que pedían a las autoridades que se tomaran medidas para evitar que la Plaza del Ayuntamiento se convirtiera en una prolongación del barrio de las prostitutas. Por las tardes, cuando se cerraba la actividad en el consistorio, las llamadas entonces ‘mujeres de vida alegre’ reinaban en la penumbra de los soportales.
En el otoño de 1894, cuando los concejales debatían sobre la posibilidad de que el cenotafio de los Mártires de la Libertad cambiara de ubicación, ya se contemplaba la posibilidad de que el monumento se trasladara a la Plaza de la Constitución para llenar ese vacío que había quedado con el cambio de emplazamiento del mercado.
Se pretendía llenar de vida otra vez el recinto y se pensó que el obelisco podría darle vista a la plaza y ser un pilar más para convertirla en una referencia para la vida social de la ciudad. La colocación del monumento traería de la mano una remodelación de todo el perímetro con la plantación de árboles y la construcción de un espacio ajardinado que hiciera de la plaza un escenario acogedor, a salvo de los vientos y sobre todo, del sol y de las altas temperaturas. En los primeros meses del siglo veinte, cuando los obreros trabajaban en la zanja para consolidar la base del cenotafio, los jardineros municipales se encargaban de colocar cincuenta ficus rodeando el monumento. En pocos años, la Plaza Vieja del Mercado había cambiado su aspecto. Ya no había ni rastro de las barracas y solo reinaban el cenotafio, los árboles y los jardines que llenaban de penumbra todo aquel espacio central.
Cuando la vegetación fue creciendo aquel escenario frente a la casa consistorial llegó a tener una intimidad de retiro. Las plantas formaban un estrecho pasillo, bajo las primeras sombras de los árboles, que servía de camino de acceso hacia la verja de hierro que custodiaba las piedras del monumento. En 1906, el alcalde constitucional don Gregorio Rodríguez Dionis, tomando como ejemplo el de la Plaza Vieja, puso en marcha una campaña para la replantación y el cuidado de todos los árboles, “por ser éstos el mayor ejemplo de cultura y civilización que pueda dar una ciudad”. En un Bando, fechado el cinco de marzo de 1906, el alcalde hacía saber: “Que realizándose actualmente la replantación masiva de árboles en las calles, plazas y paseos, conviene recordar a todos los vecinos el deber inexcusable que las leyes de la cultura les impone de respetar los árboles plantados y contribuir a su desarrollo y conservación”.
Para que los árboles fueran respetados tanto como las personas, las autoridades decidieron imponer a los ciudadanos una serie de reglas de obligado cumplimiento. Se ordenó a los dueños y conductores de cabras destinadas al suministro de leche que las llevaran con bozal para impedir que dañaran los jardines y los árboles y se establecieron multas importantes para todo aquel que atentara contra el patrimonio vegetal. En este afán porque Almería fuera una ciudad llena de sombras, se plantó un jardín con árboles en el patio central del Hospital Provincial y otros cuatro jardines, a la moda inglesa, en el patio del Hospicio, que ocupaba el mismo recinto.
El aspecto bucólico de la Plaza del Ayuntamiento se vio amenazado seriamente en 1919, cuando las autoridades del municipio le encargaron al arquitecto Julio Egea un estudio para que plaza volviera a contar con un mercado público destinado a la venta de frutas y hortalizas para que los vecinos del barrio no tuvieran que tomarse las molestias de desplazarse al Mercado Central “por encontrarse éste a bastante distancia”.
El proyecto del arquitecto consistía en instalar puntos de venta a modo de barracas en treinta de los cincuenta y cinco espacios cubiertos por las arcas que había en la plaza, dejando veinticinco libres para el tránsito del público. Unas semanas después, la Comisión de Ornato rechazó la idea por no poder sufragar los gastos.
Diez años después, en 1929, una parte del espacio verde de la plaza se vería afectada por otro proyecto que esta vez sí se haría realidad, el elaborado por el arquitecto Guillermo Langle para instalar un evacuatorio subterráneo.
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