Antes de que allí se construyera el edificio del Manicomio Provincial, aquel paraje privilegiado albergó la fábrica de albayalde de don Francisco Barroeta. Cuando la industria dejó de producir, todas sus posesiones fueron adquiridas por el comerciante Alejandro del Campo, propietario de la tienda de ultramarinos La Montaña, de la calle de Navarro Rodrigo. El empresario, natural de Santander, vio en aquel escenario lleno de soledad y de vegetación el rincón de la ciudad que más semejanzas podía tener con su lejana tierra.
En 1897, la hermosa finca, situada en el barrio de Los Molinos, fue adquirida para la construcción del Manicomio Provincial. El señor Alejandro del Campo pedía entonces treinta mil duros por la casa y las 24 tahullas de tierra de riego que poseía la finca, pero finalmente, cediendo a las presiones sociales, la vendió por doce mil duros con la condición de que aquellas posesiones solo pudieran ser utilizadas como sanatorio mental.
Desde su origen, el Manicomio fue, además un hospital para enfermos mentales, una gigantesca huerta que alimentaba no solo a sus internos, sino también a muchos vecinos del barrio. Contaba con dos colonos que se encargaban de cuidar los cultivos y de hacer negocio con los lecheros del barrio que allí se abastecían de las mejores hierbas para dar de comer a sus animales.
De los 21.816 metros con los que contaba la finca, 7.510 lo ocupaba el edificio, mientras que el resto estaban destinados al cultivo. Contaba con dos pozos norias, una de ellas con motor de viento, y una balsa capaz de contener 1.200 metros cúbicos de agua. Las huertas estaban plantadas con toda clase de hortalizas, parras y palmeras, que componían un paisaje bucólico rodeado de frondosos árboles que contribuían a que aquel escenario tuviera un microclima muy estimado entonces por sus moradores, con temperaturas que sobre todo en los meses más calurosos del verano eran un par de grados más suaves que las que se daban en el centro de la ciudad. El Manicomio y su entorno, cuando empezó a funcionar a finales del siglo XIX, era un vergel situado en el sitio más céntrico de las afueras de la ciudad, en el paraje conocido como la loma de las Chocillas, a un kilómetro y ochecientos metros de distancia del centro de Almería y a setecientos metros de la calle Real del Barrio Alto.
El Manicomio contaba con el internado, la zona de huertas y también con una capilla desde su fundación, que fue transformada en iglesia en diciembre de 1927, cuando se colocó la primera piedra para levantar el nuevo templo, que fue bendecido el once de octubre de 1928 y dedicado a la Virgen de la Medalla Milagrosa. Durante los años de la guerra civil, cuando las monjas tuvieron que abandonar sus dependencias, la iglesia del Manicomio fue asaltada en marzo de 1937, pero no llegó a sufrir grandes daños en sus instalaciones, lo que permitió que una vez terminada la contienda, pudiera volver a abrir sus puertas al culto. La iglesia estuvo tan integrada al barrio de Los Molinos que en los primeros años de la posguerra fue utilizada como parroquia oficial al encontrarse la de San Antonio completamente destruida. Por la iglesia del Manicomio pasaron casi todos los niños del barrio para hacer la Primera Comunión y muchas parejas de novios para casarse.
Aquel viejo Manicomio que ya conocimos en sus últimos años de existencia, estuvo funcionando hasta el año 1975 cuando necesitaba una reforma profunda y las autoridades acordaron echarlo abajo. A los niños de entonces, a los que solo pasábamos por delante de las tapias y de la puerta de vez en cuando, aquel escenario nos parecía un lugar lejano y lleno de miedos. A medida que uno se acercaba al lugar, el Manicomio iba perdiendo dramatismo y se hacía más amable. Tenía un patio con jardines donde los enfermos pasaban el día. Unos gastaban las horas sentados en un banco a la sombra de un árbol, mirando quién sabe qué horizontes; otros paseaban despacio sin rumbo cierto rondando mil veces el mismo camino y algunos jugaban a reír como niños felices a la salida del colegio.
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