A veces, los libros viejos pueden guardar historias que no esperábamos, expresadas en una fecha, en una dedicatoria o en una nota olvidada entre sus páginas. El investigador Alejandro Buendía, alma del Museo de Terque, encontró, en un libro escolar de los años cincuenta que le donó una familia, un trozo de hoja de cuaderno, ya amarillenta por los años, con una frase que decía: “Un millón por ver a Rita Heyvort (sic) en cueros”.
La nota nos habla de una pasión, de la pasión de un niño de los años cincuenta que en su camino a la adolescencia soñaba con aquella actriz prohibida sobre la que los muchachos de aquel tiempo proyectaban todos sus deseos reprimidos.
Esa nota en sepia, escrita con letra infantil, nos cuenta por sí sola una historia y nos lleva, probablemente, a la soledad de un dormitorio donde un niño, con un libro entre las manos, cerraba los ojos para imaginar el cuerpo de Rita, o quizá a uno de esos instantes de agobio escolar, cuando el niño, aburrido de las lecciones del maestro, echaba su imaginación a volar hacia territorios prohibidos.
En esos instantes de pasión el niño utilizó el cuaderno de clase para derramar sobre la página en blanco una pasión que necesitaba echar fuera. En esa nota escrita a lápiz su autor expresa un deseo irrefrenable y está dispuesto a dar un millón de pesetas por hacerlo realidad. Un millón, para un niño de 1950, era un reino. Un millón era la cifra que se utilizaba para hablar de una cantidad imposible que sólo estaba al alcance de los sueños. Un millón por ver a Rita en cueros. Podía haber escrito la palabra desnuda, pero no, utilizó la expresión “en cueros”, que era mucho más contundente, que no dejaba lugar a la duda, que se saltaba el protocolo de ir quitándose la ropa, un proceso demasiado entretenido para las aspiraciones de un muchacho dispuesto a ir al grano.
En esa frase del cuaderno escolar se esconde también una carga de inocencia: “por ver a Rita en cueros”. Podía haber escrito por besarla, por tocarla, por acariciar su cuerpo, por compartir el lecho con ella, pero no, el autor de la nota, consciente de sus limitaciones, se conformaba con verla, aunque fuera a través del agujero de una cerradura o en la pantalla de una sala de cine.
El niño que soñaba con Rita Hayworth pudo ser uno de tantos muchachos de aquel tiempo que se quedaron con las ganas de poder ver ‘Gilda’, la película maldita.
En diciembre de 1947 se había estrenado en Madrid, provocando un escándalo nacional por sus escenas cargadas de erotismo. Se sucedieron las avalanchas de protestas por parte de los grupos católicos y la Iglesia amenazó con la excomunión a todos los que fueran a verla. Tal revuelo impidió que en las pequeñas capitales de provincias, como era el caso de Almería, la película llegara a las salas de cine en ese mismo invierno. Hubo que esperar dos años para que los almerienses pudieran verla, un tiempo demasiado largo, pero que lejos de apagar la pasión por la película, sirvió para avivarla aún más. La llegada de la cinta a Almería estuvo rodeada de dificultades y hasta un día antes de su proyección no se contó con la autorización del entonces Gobernador Civil, Manuel Urbina Carrera.
El lunes 15 de agosto de 1949 fue el día elegido para el estreno, pero al coincidir la fecha con la celebración en la iglesia de San Sebastián de los funerales por los primeros caídos en Almería durante la guerra, se retrasó al martes.
Fue una de las condiciones de las autoridades locales, que la película debutará en un día de escaso tirón y en unas fechas, cinco días antes del comienzo de la Feria, en la que los almerienses solían reservarse y gastar lo mínimo para derrochar lo poco que tenían en su semana grande. Otra condición importante fue que ‘Gilda’ no se podía estrenar en una sala de invierno, lugar de mayor solemnidad y también más oscuro y propicio al pecado, por lo que se escogió la Terraza Tiro Nacional.
El Gobernador Urbina Carrera se reunió la tarde anterior con su agente de investigación y vigilancia, el censor afecto al gabinete de prensa del Gobierno Civil, y le dio las órdenes pertinentes para que la película tuviera la mínima publicidad y para que se pusieran todos los obstáculos posibles para que pasara desapercibida en una ciudad de “tan reconocido prestigio moral”.
Se prohibió la exhibición del cartel donde Rita Hayworth aparecía postrada a los pies de Glenn Ford. El anuncio de la película se limitaba a una humilde pizarra junto a la taquilla de la terraza, donde escrito con tiza aparecía el nombre de Gilda. Otra orden de obligado cumplimiento fue la de mantener encendidas las bombillas laterales de la terraza durante toda la proyección de la cinta y que las escenas más sensuales, como el momento en el que Rita Hayworth se iba quitando los guantes, fueran rigurosamente cortadas.
El 16 de agosto se estrenó la película en el Tiro Nacional y a la noche siguiente se la llevaron sin avisar a la Terraza Imperial para despistar a los espectadores. La tercera noche de exhibición la volvieron a echar en el lugar del estreno y la cuarta y última, otra vez en el Imperial. ‘Gilda’ fue un fracaso de taquilla en Almería, pero ni los esfuerzos del Gobernador ni las recomendaciones de los sacerdotes pudieron evitar que Rita se convirtiera en el mito erótico de aquella generación de adolescentes.
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