Llegó a Almería a finales de los 50, cauterizado por el paludismo de sus viajes por la Guinea española. Aquí encontró acomodo como promotor de casitas adosadas, de esas que empezaron a comprar a 200.000 pesetas los autores del baby boom.
Eran casitas con porche y patio interior como las que aparecen en los cuentos de Alice Munro. En Los Marchales, en la Colonia de Los Cármenes, tejieron sus ilusiones, con entradas de 25.000 pesetas, decenas de proletarias familias almerienses. En las calles Lopán, Inglés o Maestría desarrolló su actividad constructora Amando Roca Hernández, un madrileño hijo de Recaredo y Amparo, que había ejercido como gacetillero de viajes en sus años mozos.
Nació en 1906 en Cádiz y los pocos años se trasladó a Canarias y después a Madrid, ya que su padre, con nombre de rey godo, era funcionario de prisiones y su abuelo había sido militar en Cuba durante el desastre del 98.
En la capital de España, en los alrededores de la Plaza Mayor donde vivía su madrina, conoció a Lola Sarri Alonso, una hacendosa cocinera, con la que se casó en 1930. Pasó la Guerra entre Madrid y Archena combatiendo en el Frente y al finalizar la contienda, la familia marchó a Barcelona donde Amando se empleó primero como chófer de un industrial donde, desde el volante, aprendió de los negocios poniendo el oído. También tuvo un puesto de frutas y verduras en el Borne, esa especie de mercado persa de la Barcelona más popular cuajado de gente de aluvión. La familia Roca, siempre trashumantes como zíngaros de Hungría, retornó de nuevo a Madrid donde Amando puso una imprenta por donde correteaban ya sus tres retoños: Angeles, Recaredo (como su abuelo) y Antonio. Su siguiente paso vital fue irse a la Guinea como corresponsal de la revista americana Readers Diggest y cumplir su vocación de escribir a rienda suelta sobre lagos, manglares y nativos desnutridos. Fruto de esos apuntes apresurados en cuadernos manchados por la humedad ganó en 1955 el Premio Africa de periodismo otorgado por el Ministerio de Cultura.
Hasta que el trópico empezó a minarle la salud y al volver a Madrid le llegó el chollo de su vida para estabilizar su cuenta corriente: consiguió clasificación como promotor para construir casas del Instituto Nacional de la Vivienda en la provincia de Almería.
La familia hizo de nuevo los bártulos camino del sur y Amando se puso a construir esas primeras casas de protección oficial en Balerma, Santa María del Aguila y Dalías.Después se alió con el maestro Barranco e inició ya la construcción de vivienda libre en esos años 60 en los que en Almería había más albañiles que tunantes de madrugada en el Chapina.
Era Amando, con su mostacho sandunguero, un torbellino haciendo negocios, comprando solares y fincas para edificar, para levantar hogares por donde antes crecían bolagas y triscaba el ganado.
Aunque su nombre hoy pase desapercibido por la pátina del tiempo, Amando fue un tipo esencial en esos año de furibundo verticalismo, que él detestaba, y amaba Almería por encima de todo. Tanto como para asegurar en la prensa local algo tan extravagante como que se curó de sus enfermedades tropicales “con el agua mala de La Pipa”. Amando construyó también en Alhama, Dalías y Guardias Viejas y en Garrucha edificó chalecitos para veraneantes a unos pocos metros del mar, donde entonces estaban los confines del Malecón, donde vivió don José el médico, don Ginés el practicante y el transportista Marquez con su mujer, Isabel Rahán, la hija del Ruso. Y en la costa de Vera fue uno de los pioneros de la urbanización de MaryCielo, que aún se conserva, junto a la viuda leridana Carmen Llauradó.
Era también don Amando un tipo exótico y llegó a promover la presencia de una delegación almeriense, en esas fechas lejanas, en una Exposición de Muestras de Productos Españoles en Guinea. Hasta allí llegó con un subsecretario y un misionero, en un jeep cargado de uva almeriense, naranjas y pasas.
Pero no fue su tesón para los negocios lo que le granjeó las mayores simpatías. Cuando Amando se hizo viejo y sabio como Séneca, se dedicó a trabajar por el futuro de los jubilados, en esos tiempos en los que se empezó a acuñar lo de la ‘tercera edad’, cuando todavía la esperanza de vida no llegaba a los 70 años y resídían en la provincia 48.000 ancianos apurados. Fue nombrado en 1977 presidente fundador de la Asociación Nacional de la Tercera Edad y promovió residencias por toda España, viajes, cuando a un pensionista le quedaban 4.800 pesetas al mes. Viajó a Francia y a Suiza a ver qué se hacía allí con la senectud. Y llegó a ser nombrado delegado de la ONU por el ministro Pío Cabanillas. Fue un madrileño muy almeriense, con amigos como los trabajadores de El Chorro, los Escobar, los Algarra, con los que frecuentaba la venta de La Cepa para almorzar habas con jamón.Promovió la vuelta de emigrantes sudamericanos a Almería a unas colonias veraniegas en Benahadux que no cristalizaron y creó la primera Asociación para la tercera edad de Almería, en una asamblea en el Gran hotel, con José Barasa como presidente y Angel Invernón, Santiago Hernández, Manuel Mendizábal, Fernando Cambronero y Antonio Góngora Galera como directivos.
Reivindicó en esos años desde la prensa promociones de viajes para jubilados, como hacían los alemanes y británicos, cuando aún no existía el Imserso, y creó una comisión de vigilancia de malos tratos a personas mayores. Afilió a 600 jubilados en el primer Centro de Mayores en Almería en la Plaza Marqués de Heredia, que se abrió en 1979 y colaboró con la primera coordinadora provincial de mujeres de la tercera edad representada por Carmen Almécija y Juanita Palacios. Fue director del Consejo de Ancianos, consejero de la Asociación Española de la Palabra Culta y las Buenas Costumbres.
La muerte le sorprendió en Madrid, en 1983, a 500 kilómetros de su casa de la Plaza Calderón en Almería, y a su funeral -recuerda con exageración su nieta Susana- fue más gente que a las exequias de un faraón.
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