La epidemia de la fiebre y las pupas

En 1912 el temido y contagioso virus de la viruela hizo estragos en los barrios más pobres

Las zonas más deprimidas de los cerros de La Chanca donde faltaba el agua y abundaba la miseria
Las zonas más deprimidas de los cerros de La Chanca donde faltaba el agua y abundaba la miseria Eduardo Pino
Eduardo D. Vicente
13:19 • 20 jul. 2018

Los últimos días del verano de 1912 fueron de intenso calor en Almería. El viento del mar, que tanto aliviaba, dejó de soplar y una calma extraña, como las que preceden a las grandes tragedias, reinaba en el ambiente. La atmósfera estaba cargada y una capa de niebla ocultaba el sol durante las horas centrales del día. 



Desde los barrios extremos, allí donde se acumulaba la miseria, empezaron a llegar noticias de algunos casos de personas infectadas por unas extrañas pupas llenas de pus. Los peores augurios se confirmaron cuando en los primeros días del mes de septiembre el agente consular de los Estados Unidos en Almería  prohibió el desembarco de los pasajeros que llegaban al puerto a bordo de los buques que venían a cargar fruta con destino a Nueva York y a otros puertos de América del Norte, al tener noticias de un brote de viruela que se había declarado en la ciudad



Unos días después, el alcalde, Braulio Moreno, publicó un bando para evitar focos de infección que pudieran poner en peligro la salud pública y mandó a los equipos municipales de limpieza a las zonas más pobres de la ciudad, centrándose sobre en los rincones del barrio de la Chanca donde se habían multiplicado las infecciones



Las  autoridades pusieron cerco al barrio al entender que “las malas condiciones higiénicas del distrito del Puerto suponen una grave amenaza para la salud de toda la ciudad”.  Una de las primeras medidas que se tomaron fue la de instalar máquinas legiadoras en los principales lavaderos, una decisión que no tuvo una buena acogida por parte del vecindario. 



El 15 de noviembre, el concejal Pérez Burillo tuvo que presentarse en el lavadero de Cadenas con los alcaldes de barrio y una pareja de municipales para hacer frente a un centenar de mujeres que se habían amotinado, negándose a pasar la ropa por la legiadora. Cientos de mujeres, con cubos llenos de ropa sucia, bajaban desde los cerros hacia la ciudad, buscando las pilas de los lavaderos de las calles de San Juan y Alborán.  El alcalde, ante esta situación, envió a varios municipales para comunicarles a los dueños que prohibiera que en sus lavaderos se lavara ropa de los vecinos del Puerto, por el peligro que suponía para la salud del resto de la ciudad. 



La campaña de higiene se desarrollaba a diario por todas las calles del distrito tercero. Además, también se ordenó la limpieza de las fuentes existentes en la Plaza de Pavía, la de los pilares de bestias de la rambla de Maromeros y del muelle de poniente, y que se construyera un pozo negro general para las casas y las cuevas del lugar conocido como Hospicio Viejo. “Mantener la higiene en esta zona es poco menos que imposible: la falta de retretes obliga a los vecinos a depositar en la calle las materias  fecales”, escribió el concejal Pérez Burillo en un escrito remitido al alcalde. 



Para paliar este déficit, los señores Estan y Martínez, propietarios de la fábrica de carbón instalada en el Hospicio Viejo, mandaron construir un retrete público que ofrecieron sin gasto alguno al municipio.  A mediados de noviembre, el señor Pérez Burillo, acompañado de los doctores Cordero, Verdejo, Blanes y Aráez, y de los practicantes Gil y Díaz, empezaron la campaña de vacunación por las escuelas. 



Las primeras inyecciones las pusieron en la escuela de doña Natalia Cuenca, en la calle del Puntal, donde fueron vacunadas treinta niñas. La tarea de los sanitarios se complicó cuando subieron a las cuevas de las Palomas. Cuando los miembros de la comisión asomaron por las pendientes de la cuesta, los vecinos abandonaron las casas y se marcharon a esconderse en los cerros. En las cuevas de Callejón y Gordete hubo alguna resistencia, pero a fuerza de razonamientos y halagos se pudo conseguir vacunar a bastantes individuos. 


En el llamado barrio de las Mellizas volvieron los problemas para los practicantes porque la mayoría de los niños y muchachos de la zona, echaron a correr cerro arriba como si hubieran visto al mismo demonio. Viendo que la deserción era generalizada, al concejal Burillo se lo ocurrió una  idea para ganarse la confianza de los vecinos: hizo saber a la gente que todo aquel que se presentase a vacunarse de forma voluntaria sería gratificado con dos perrillas. La medida dio un excelente resultado, pues unos minutos después de la noticia no se podía dar un paso en el lugar debido al gran número de niños que acudían a ponerse la inyección. Tanto atraía el premio del dinero que hasta los que estaban recién vacunados pretendieron hacerlo nuevamente. 


El 17 de diciembre de 1912 se dio por finalizada la fase de vacunación. Esa misma mañana, en el Hospital Provincial, comenzaron a practicarse las primeras experiencias sobre la vacuna para combatir el tifus que acababa de ser descubierta.



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