Las traperías eran los supermercados de los objetos usados y de los trastos viejos, bazares de la pobreza donde lo mismo podías encontrar una colcha de cuatro generaciones que un paraguas lleno de agujeros o una escupidera de dormitorio.
Uno de mis primeros recuerdos infantiles, alimentado por las historias que después me contaron mis hermanos mayores, era el del trapero, aquel arqueólogo de lo inservible que recorría las calles con un carro de tres ruedas y un saco al hombro. Iba cargado de retales, de botellas de cristal, de trapos harapientos y de periódicos pasados de fecha. Aquel comerciante de lo inútil buscaba lo que nadie quería, todo lo que se iba abandonando en las casas para darle vida y volver a ponerlo en uso. Lo recuerdo cubierto de un traje gris manchado de tiempo, con un sombrero que también estaba en venta y que en los días de viento echaba a volar para deleite de los chiquillos que cada vez que llegaba le salían al paso como si en vez del pobre trapero estuviera pasando un artista. Tal vez era un artista de la supervivencia, capaz de sacarle unas monedas a lo que tiraba la gente.
En mi calle, cada vez que llegaba el trapero las mujeres salían a la puerta para darle lo que iba sobrando en las casas: un cuadro viejo, un jarrón roto, unas medias desgastadas, la ropa del hijo pequeño que se le había quedado pequeña en el último estirón, o algún cacharro de la cocina que se había quedado sin asa. El trapeo nunca decía que no, jamás desechaba nada, hasta el objeto más insignificante podía servirle para seguir haciendo negocio. Conservo un recuerdo lejano del trapero atravesando la calle de la Almedina en una mañana de lluvia. Llevaba la mercancía tapada con un toldo raído y caminaba deprisa, cabizbajo, derrotado por el chaparrón que le había calado hasta los huesos y le había arruinado el día.
De todos aquellos traperos que fueron hijos de un tiempo y sobrevivieron hasta finales de los años sesenta, uno de los más famosos fue Paco ‘el Pellejero’, un magnate de los trastos y de los objetos usados. Era todo un personaje en la ciudad y un empresario reconocido en su barrio.Bajando por la Rambla de Belén, después de dejar atrás la arboleda del cortijo de Fischer y antes de llegar a la manzana del bar La Gloria, aparecían los Cortijillos, un suburbio dentro de un suburbio, uno de esos barrios que se fueron quedando aislados en su propia miseria, aguardando que un temporal destrozara sus casas y le mostrara a la ciudad la cruda realidad de las gentes que habitaban aquellas chabolas. Los Cortijillos eran un islote de pobreza, un arrabal junto a la Rambla donde los niños, medio desnudos, tenían la piel del color de la tierra y los ojos agrietados por el sol. Allí, en medio de una hilera de casas desvencijadas, estuvo la trapería de ‘el Pellejero’, la más importante de la ciudad. La abrió Francisco Delgado Pérez, vecino del barrio de La Caridad, uno de esos buscavidas que eran capaces de levantar un negocio de un montón de escombros.
En la trapería de ‘el Pellejero’ llegaron a trabajar más de treinta personas en los años del hambre, en jornadas intensas en las que sólo se cerraba de madrugada. El quinqué del almacén permanecía encendido hasta las once de la noche; cuando se iba la luz, algo muy frecuente en invierno, el quinqué de la trapería era la única referencia del barrio, como un faro en medio de la niebla. Allí llegaban los chatarreros que recorrían las calles buscando hierros usados y latas; los traperos con su suculento cargamento de ropa vieja, paraguas rotos y zapatos usados que iban recogiendo por las calles del centro.
La trapería era un gran cambalache donde se podía encontrar cualquier objeto. Tenían muebles de segunda mano, juguetes de otro tiempo, mapas antiguos que colgaban de la paredes para tapar los desconchados y hasta algún vestido de novia pasado de moda. Si alguien necesitaba una vela, una sartén a buen precio, unas botas de agua o una alfombra para combatir la humedad, acudía al almacén de ‘el pellejero’, con la certeza de que allí encontraría lo que buscaba. En la trapería también se amontonaban las columnas de periódicos gastados para vender después el papel, los cartones que sus empleados iban recogiendo por las calles y la lana vieja y el pelo de cabra, materia prima muy valiosa que era utilizada para hacer la borra con la que se rellenaban los colchones de los pobres.
Francisco Delgado Pérez siempre estaba reinventando su propio negocio. Cuando prosperaba, le daba un nuevo impulso, creaba una nueva sección para seguir creciendo. Cuando la trapería se le quedó pequeña, montó también la fábrica de borras y cuando comenzó a hacer sus propios colchones, abrió una colchonería en la Plaza de San Sebastián para no tener intermediarios. Aunque la trapería seguía funcionando y la colchonería era un negocio rentable, Francisco Delgado quiso seguir dando pasos adelante, por lo que en los años cincuenta se especializó también en la limpieza de pozos negros y fue el primero en la ciudad que tuvo la autorización municipal para emplear medios mecánicos. Con los años llegó a contar con bombas aspiradoras, camiones tanques y hasta ventiladores para combatir los gases nocivos. En 1960, el Ayuntamiento le adjudicó el aprovechamiento de las basuras de la ciudad por la cantidad de 85.000 pesetas.
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