Si uno pasa ahora por La Alfoquía, comprobará que la garita del guardagujas aún está allí. Lo mismo que el muelle de vías y el vestíbulo principal, convertido en una sala cultural, de donde antes colgaba una esfera que marcaba la hora cada vez que llegaban puntuales desde Madrid los diputados de distrito; si uno vagabundea por ese espacio descomunal, no oirá nada más que sus pasos en un arcén centenario donde muchos años atrás, el jefe de estación, con su gorra de plato, hacía sonar el silbato cuando veía dibujarse el penacho de humo flotando encima de la locomotora, entre el fragor de las mujeres y niños esperando a padres emigrantes, entre los ademanes marciales del factor ordenando las operaciones de circulación, entre espuertas de esparto cargadas de mineral de El Chive dispuestas a ser pesadas en la báscula rumbo al cargadero del Hornillo de Aguilas.
Hubo un tiempo, casi un siglo entero, en esos pueblos de la ribera del Almanzora y del Levante almeriense- más de una veintena- en el que la vida viajaba en esos trenes que, desde Lorca a Baza, iban y venían como una noria: el Frutero, con sus asientos de madera, el Periquito, el Correo, el Minero, llevando y trayendo sacos de harina, mármol para Monóvar, emperadores del Puerto de Garrucha rumbo a Alcantarilla, correspondencia oficial y privada y hasta los féretros en los que se enterraba a los muertos llegaban en esos vagones. El esfuerzo de innumerables hombres y mujeres de la comarca, las peroratas de jerarcas como Antonio Abellán Peñuela o los Anglada en Congreso de los Diputados, consiguieron hacer realidad el sueño de traer el ferrocarril al Almanzora, como al lejano Oeste, en 1893, antes que a la propia capital (1899). Casi cien años después, sin embargo, el 31 de diciembre de 1984, todo esa hercúlea labor del pretérito fue hecha añicos por la decisión del Gobierno de entonces de desmantelar el servicio al considerarlo “obsoleto”.
Aquella Estación de Zurgena, la más pujante de la línea férrea Lorca-Baza, constituía un nudo vital en las comunicaciones para todos esos pueblos de Arboleas, Lubrín, Vera, Garrucha, Los Gallardos, Turre, Mojácar, Bédar, Cuevas, Sorbas y hasta Carboneras. A falta de carreteras y de vehículos a motor, el tren fue durante décadas el único lazo que unía a esa comarca con el mundo.
En esa tramoya de pasajeros y mercancías, de despedidas con lágrimas en los ojos y llegadas con la emoción contenida, en ese paisaje añejo de cosarios y carros de mulas y de maquinistas y fogoneros tiznados de carbonilla, era perenne también la estampa de un hombre, del consignatario de la estación, el profesional que, desde su despacho, recibía y daba curso a toda la mercancía de los pueblos de la comarca. Era Diego Domínguez García, el responsable de esa actividad, de ese engranaje crucial para que esos pueblos se avituallaran en tiempo y forma.
Después de unos años como emigrante en Cuba, volvió Diego a su pueblo con el forro del cinturón repleto de monedas de oro con las que compró la ‘Casa grande’ del ricachón Agustín Herrero, junto a la Estación, donde estableció ese negocio de consigna a principios del siglo XX y pronto prosperó, al ser la Estación de Zurgena el fondo de saco por donde salían y entraban todas las mercancías de la comarca. Disponía también de unos almacenes donde guardaba la mercadería de sus clientes hasta que la retiraban, y de varios mozos que le ayudaban en el transporte.
El negocio de Diego el consignatario marchaba viento en popa en esa Zurgena de antes de la Guerra con la Estación como epicentro, donde llegaron a emplearse hasta 80 trabajadores y con la Casa del Maquinista donde se aseaban y pernoctaban los ferroviarios más unos cocherones que hacían las veces de talleres.
Diego era un hombre culto que vivía acuciado por la necesidad de criar a una prole numerosa, Pasaba horas y horas en ese despacho, donde incluso el maestro barbero acudía allí para afeitarlo, donde leía tres periódicos diarios, y donde despachaba con el tío Paco el cartero que recogía la correspondencia que llegaba por el Tren Correo.
Era la época gloriosa del ferrocarril almanzorano, que empezaba a convivir con los primeros Ford de pedales como el de Miguel el de la Venta, que circulaban por carreteras de piedra picada y el de la primera camioneta de Baraza -la célebre Caita de Vera- que tenía varios asientos para pasajeros y la parte trasera para la carga. Pero la tracción animal era aún dominante: Lubrín estableció servicio de Correos en recua de burros que después modernizó Agustín Codina con un vehículo a motor.
Había toda una suerte de carreros y cosarios, cada uno con su ruta establecida, que llevaban y traían la paquetería a los pueblos y eran conocidos por motes y apodos: El Clavillo, el Chuletazo, El Peregrín y el tío Juan Cánovas, de Turre, que traía palmitos dulces a los niños que vivían en la Estación; había también casas de huéspedes como la de la tía María y la de Juan Diego Soler, con cuadras para las caballerías y como aprisco para el ganado trashumante que también se transportaba en los vagones.Los bloques de mármol de las canteras de El Tranco de don Carlos Tortosa se transportaban en carretas de bueyes ayuntados, conducidas por gañanes, que cada vez que se atrancaban al cruzar el río era una odisea.
La Guerra y la carestía de la inmediata Posguerra cercenó toda esa actividad mercantil de la Estación de Zurgena que ya nunca volvió a recuperar el esplendor. A Diego el consignatario, el negocio se le vino abajo y aquejado de reuma vendió la ‘Casa grande’ y se estableció en 1940 en la calle de La Reina de Almería, donde con esos ahorros fue viviendo.
Uno de su hijos, Diego como él, se convirtió en dibujante, pintor y después redactor del diario Yugo durante casi 40 años. Uno de sus nietos, Manuel, ha seguido la estela artística de su progenitor como escultor de la controvertida figura del Acróbata, en el Paseo Marítimo de Almería, como penúltimo eslabón de esa familia de Domínguez, cuyo patriarca fue el cerebro de una actividad mercantil que germinó junto a las vías de ese tren desmantelado con nocturnidad y alevosía.
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