El viejo Colegio de la Enseñanza

Fue el sueño del valenciano José María Orberá, el obispo más querido en la historia de Almería

Grabado de 1886, de la parte trasera del Colegio y Convento recién inaugurado, desde lo que hoy es la calle Terriza.
Grabado de 1886, de la parte trasera del Colegio y Convento recién inaugurado, desde lo que hoy es la calle Terriza.
Manuel León
07:00 • 23 sept. 2018 / actualizado a las 12:34 • 23 sept. 2018

Cuando los muros del Colegio de la Enseñanza -como primitivamente se llamó la Compañía de María- comenzaron a empinarse, desde allí aún se podía ver el mar de Bayyana.  Y entre el fragor de los hileros que allí tendían maromas y aparejos, entre el pregón de pescadores de Las Almadrabillas que llegaban allí  con los cubos a vender el jurel, empezaron a aparecer, en esos primeros días de 1883, un grupo de albañiles que picaba piedra y mojaba yeso para ir cimentado uno de los edificios más señeros de la ciudad, que ha cumplido 132 años de historia.




Fue el primer colegio religioso femenino de Almería, con un convento de clausura anexo, y en sus aulas y en su patio reverbera el eco de generaciones de  alumnas que por allí han pasado: miles de escolares que aprendieron y aprenden álgebra y compañerismo, geografía y sentido común, en ese espacio hoy tan céntrico y ayer -cuando fue edificado con planos de Enrique López Rull- tan extramuros de Almería, en donde lo único que emergía por entonces era un primitivo teatro denominado Calderón -hoy Apolo- y un incipiente mercado de abastos -en los jardines de Orozco- que significó el principio de la decadencia de aquella Plaza Vieja que ahora, con tanto ahínco, se quiere recuperar.




La Compañía de María fue el sueño de José Maria Orberá, el obispo más querido en toda la historia de Almería, llamado ‘el amigo de los pobres’. De origen valenciano, tras dejar atrás la vicaría capitular en Cuba, fue nombrado prelado en la tierra de San Indalecio en 1876  y entró como potro en cacharrería, en esa ciudad dormida, animada solo por una embrionaria burguesía y un ancho cuerpo de menestrales, en la que la mayoría de niños apenas sabía leer y escribir.




Comprendió que la educación era la primera piedra sobre la que tenía que hacer solidificar su apostolado y se puso manos a la obra. En su estancia en Cuba había tratado con una pequeña comunidad de Siervas de María, seguidoras de la obra de Juana de Lestonnac, que tenían sede en Tudela (Navarra). Y hasta allí viajó para convencerlas de que abrieran otra casa sureña. Hasta entonces, en Andalucía solo disponían de un convento en Cádiz. Allí en esas tierras verdeadas de esparragales, con palabras apasionadas, consiguió convencer a una rica novicia, Leonarda Cerezeda, para que donara su dote de 71.000 pesetas a una futura Casa Instituto para niñas en Almería. Con esos caudales decisivos, Orberá empezó a buscar un emplazamiento para el ambicioso edificio, que sirviera como convento de clausura y escuela. Primero pensó en unos solares cercanos a la Plaza Pavía, pero se decantó  por unos terrenos en la antigua Rambla de los Hileros, llamada ya entonces calle Calderón. Compró una parcela al abogado y literato Antonio Ledesma y otra a María de Burgos Cañizares, tía de la escritora Carmen de Burgos. Y allí se puso la primera piedra del colegio el 8 de diciembre de 1882.




La calle colindante al edificio se bautizó con el nombre de San Leonardo, en memoria de la monja navarra que hizo posible la compra de los terrenos. Los trabajos, sin embargo, iban muy lentos, porque ni el obispo ni la casa matriz disponían de fondos suficientes para seguir adelante con las obras al ritmo deseado. Orberá iba pagando el salario de los alarifes con su propia asignación de obispo y con limosnas y donativos que recogía entre la feligresía. En 1885 se constituyó la orden de las Siervas de María en Almería y un año más tarde finalizaron las obras de ese edificio que empezó a formar parte de la historia de la ciudad con una superficie de 70.000 pies cuadrados, distribuidos en capilla, habitaciones, clases, patios, jardín, huerta de hortalizas y corrales. Se concibió el colegio para alumnas externas, pensionistas y mediopensionistas, en régimen gratuito para las familias más necesitadas.Las primeras religiosas procedentes de Tudela llegaron al Puerto en el vapor San Fernando, recibidas por ese obispo bienhechor que veía así cumplido su anhelo. La primera Madre Superiora fue Zoa Moreno, que se hizo cargo del convento con otras dos religiosas, una novicia y dos postulantes.  Al poco tiempo llegó una segunda tanda de diez hermanas más, quienes a lo primero que se tuvieron que acostumbrar fue al calor sofocante de Almería. María Aureliana Prieto fue la primera novicia que profesó en el nuevo convento, recibiendo el hábito de la hermana Antonia Murugarren, según se describe en el libro del Convento.




La primera interna fue María del Carmen García, procedente de Aguadulce, y, de inmediato, empezaron a llegar nuevas alumnas que disponían  de uno de los colegios más modernos del país, con habitaciones espaciosas y ventiladas mirando al sur. Desde los primeros cursos, la Compañía de María gozó de un gran prestigio en toda la provincia con más de un centenar de alumnas matriculadas. Ese mismo año de la apertura del colegio, falleció en Madrid José María Orberá, su principal impulsor y benefactor. Y tal como pidió en su testamento, fue enterrado bajo una lápida en la capilla del convento, después de tres días completo de honras fúnebres, en los que toda la ciudad lloró su muerte.




Esas iniciales religiosas navarras tuvieron que afrontar al poco tiempo su primera prueba de fuego: las inundaciones de 1891, que destruyeron parte del convento y que las pusieron en el brete de tener que cerrarlo    y regresar a su tierra. Los socorros de una suscripción nacional  para los damnificados, consiguieron que permanecieran en Almería. Durante la Guerra fueron expulsadas del edificio, que se convirtió en Parque de Artillería y Depósito de municiones.




Consiguieron, sin embargo, las abnegadas monjitas, mantener tenso el hilo de esa madeja centenaria cuya primera puntada la dio un obispo bueno, en el sentido más machadiano de la palabra.


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