A primera hora de cada mañana, los conserjes Pepe o Lorenzo -según turno- suben los nueve periódicos a la sala de lectura del Círculo Mercantil, antes de que llegue la tropa de jubilados que devorarán con ojos gastados y hambre canina los titulares de política o de deportes del día. Ninguna otra institución almeriense recibe tal arsenal de letra impresa.
Es un ritual que se hunde en la noche de los tiempos de esta ciudad que fue uvera y minera, en el antiguo Boulevard del Príncipe, y que se sigue practicando con otro paisaje muy distinto al de los viejos álamos, colonizado ahora, ese mismo Paseo, por abrevaderos de teléfonos móviles.
Nada -0 casi nada- hay en Almería que perpetúe más la memoria de siglos que ese coliseo de piedra varado entre las calles del Poeta Villaespesa, Pablo Cazard y General Tamayo; nada hay que suministre mayores dosis de admiración cuando uno sube sus escaleras de mármol que ese palacete helénico diseñado por el enigmático López Rull.
Allí, entre bambalinas, está quizá parte de lo que fuímos y de lo que somos: los retratos de los presidentes pretéritos colgando de las paredes, las cotizaciones de la Bolsa de Madrid suspendidas en el tiempo de una pizarra, el salón Noble renacentista con sus angelotes en el techo acariciando liras entre nubes que parecen de algodón; la vieja barbería para caballeros convertida en sala de billar, la salita donde las señoras juegan aún a canasta, el letrero que reza ‘Prohibido esconder la prensa para llevársela”, la biblioteca con sus lomos hinchados de historia y las urnas donde reposan los primeros titulos de propiedad del Teatro Cervantes con cifras en reales de vellón.
Allí está también Eva Texeira, la secretaria, levantando acta del día a día, tal como se viene haciendo desde hace 118 años y Eduardo, el camarero chileno, calentando la cafetera, en la gran sala del dominó; allí está también un pequeño grupo de cofrades del Círculo -del viejo Círculo de ayer, de hoy y de siempre- que se han adelantado a la marabunta de la sobremesa, cuando las mesas con tapetes verdes empezarán a cobrar vida con el rumor de las fichas de dominó, movidas por manos rugosas que trabajaron duro durante décadas y que ahora contemplan la vida desde la camaradería de esa noble institución centenaria, junto a compañeros de blanca doble o de subastado.
Por allí aparece también Antoñito el Gitano, un antiguo limpiabotas que se ha quedado sin clientes, porque ahora los señores de Almería se limpian los zapatos en su casa, y solo aspira a venderles unos décimos de lotería y a que le regalen un jamón por Navidad.
Entre esos socios de número del Círculo, de los 250 que pagan 25 euros al mes para que el galeón siga navegando, está Jose María Muñoz, un bragado marino santanderino que trabajó en la Cunnard y en la Unión Cartel Line, cuyas singladuras le llevaron hasta muelles de Liverpool o Montevideo. Acude todos los días a fichar al dominó. Ya no se juegan nada, “ni el café, porque si no -admiten medio en broma- habría sangre”.
Allí está Luis Hernández, un peluquero jubilado - hijo de Sebastián de Abrucena que tenía barbería en la circunvalación del Mercado Central pionero en las peluquerías unisex- y que los fines de semana sube a la sierra de Tahal a hablar con los gorriones. “Al dominó juego muy mal, estoy siempre en el banquillo, me incorporo cuando falta alguien”. El Cristiano Ronaldo del dominó es Pepe el sabio, que habla poco pero gana mucho.
Allí es habitual también Matías Blanes, un antiguo cartero nacido en Fiñana, con aspecto de no meterse nunca en problemas. Y Pedro Pastor, uno de los decanos de la institución, apreciado y respetado, un macaelense risueño que colecciona recuerdos en el patio de La Salle donde estudió y donde decían que chutaba como Kubala. Militó en el Constancia, en el Motoaznar y en el Orta, filial del Barcelona. Ahora, el único deporte que practica es el dominó en pareja con el arquitecto Pedro Bestard de compañero, y Paco Sánchez, de la Iveco, y el notario Paco Balcázar, de rivales: la partida de los pacos contra los pedros.
Por allí comparten tertulia también Adrián Ferrer, un comerciante de Huércal de Almería y José Luis de la Rosa, economista y auditor, uno de los últimos en llegar, que, al lado de sus compañeros, parece un adolescente.
Eso es hoy el Círculo: un micromundo en la sala de máquinas de la ciudad, donde en sus cortinas y en su suelo de cerezo aún fluye el aroma mesocrático de esos profesionales liberales, de esos comerciantes que lo fundaron y que quisieron hacerle la competencia al Casino burgués de los señoritos, en la misma acera, unos metros más abajo.
Compitieron en bailes de fin de año, en verbenas de carnaval, en campeones de mus, en la seda de las corbatas y hasta en el moka más legítimo. Pero el Casino sucumbió hace ya 40 años a la tormenta de los números rojos y el Círculo se salvó gracias a gente como Rafael Espinar, Paco Quereda, Javier Brea Apoita y, sobre todo, a su actual presidente, Francisco Balcázar, cuando la institución fundada en 1900 estuvo a punto de desaparecer con un pasivo de 90 millones de pesetas. Se alquiló el Sotanillo, el Molly Malone y el Teatro Cervantes y ha podido sobrevivir todos estos años, entre ese presente y ese pasado glorioso, entre la necesidad de inyectar sangre nueva: para eso se ha contratado a un profesor de ajedrez que da clases a los nietos de los socios. “Para que le tomen cariño a este lugar”, admite Balcázar. Y ahí continúa también una de las joyas de la corona del Círculo: la Peña Gastronómica que se reúne el último jueves de cada mes, a hacer algo tan primitivo y recomendable como es pasárselo bien: en el refectorio del Sevilla, en el Rodríguez de El Alquián, en sobremesas memorables donde el barítono Pepe Lillo rivaliza (o rivalizaba) en bel canto con César Domenech, donde José Luis suelta unos rípios, donde Bernardino Ramal, el secretario de la Junta levanta acta, donde Pedro Pastor reparte unos décimos para compartir en Navidad.
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