La calle Juez y el Arresto Municipal

En la parte de atrás del edificio del ayuntamiento estaba el cuarto del Arresto

Parte trasera del edificio del ayuntamiento que daba a la calle Juez.
Parte trasera del edificio del ayuntamiento que daba a la calle Juez. La Voz
Eduardo D. Vicente
22:05 • 10 oct. 2018

La calle Juez, que hoy apenas tiene vida, fue en otro tiempo un sitio de paso importante que unía los barrios de la Hoya y de la Alcazaba con el centro de la ciudad. Por la calle Juez se extendía la fachada trasera del ayuntamiento, donde aparecían dos viviendas municipales que estaban destinadas a los servicios del Arresto. 



El Arresto era una cárcel de paso, con una celda enrejada, vieja y húmeda, con su antesala y un pequeño patio interior que llenaba de aire las dependencias. Hubo un tiempo en el que el calabozo estaba casi siempre habitado y eran continuas las idas y venidas de los detenidos que pasaban allí horas y días en espera de quedar en libertad o de pasar a disposición del juez. Muchos de los apresados que pisaban el Arresto tenían que cumplir con la pena de que sus nombres aparecieran publicados en la prensa en las horas siguientes. Era costumbre, sobre todo en las primeras décadas del siglo pasado, que cuando alguien ingresaba en el Arresto la noticia se hiciera pública y también de quién se trataba. 



En aquel tiempo cualquier motivo que hoy podría parecer insignificante era susceptible de una detención y del posterior traslado al calabozo de la calle Juez. Allí abundaban los escandalosos, aquellos que en estado de embriaguez promovían lo que entonces se conocía como gamberrismo y escándalo público: gritaban por las calles durante la noche despertando a los vecinos, organizaban riñas o se dedicaban a blasfemar en voz alta. Eran frecuentes también las peleas, sobre todo en la manzana donde estaban las casas de citas. Solía ocurrir a veces que la dueña del prostíbulo, para cubrir el delito de sus clientes, se negaba a delatar a los promotores del alboroto y la arrestada acababa siendo ella. 



Durante la noche eran los propios serenos, los vigilantes nocturnos, los que tenían la autoridad suficiente para detener a alguien y llevarlo al Arresto. Casi todos los casos que se daban durante la madrugada eran por culpa de las borracheras. Había en aquel tiempo dos colectivos que estaban abonados al calabozo del Arresto: el de los cocheros y el de los betuneros. Como se trataba de trabajadores que prestaban sus servicios en la calle y tenían que batallar en medio de mucha competencia, abundaban las discusiones que en muchos casos terminaban en tumultos y en peleas. En el año 1901 aparecía en el diario La Crónica Meridional la noticia de que media docena de betuneros habían ingresado la noche anterior en el Arresto por promover un gran escándalo en la vía pública que terminó con los cepillos y otros utensilios de su profesión volando por encima de sus cabezas. 



De vez en cuando los detenidos eran menores de edad que infringían las normas. “La  policía detuvo a una pareja de tórtolos cuando buscaban refugio en una pensión del barrio del Hospital”, contaba la prensa. Los enamorados, por ser menores, fueron conducidos al Arresto.



Aunque era un escenario muy frecuentado, que nunca estaba vacío, el Arresto era una prisión en miniatura que no estaba preparado para detenciones masivas. Cuando llegaba una remesa de golfos, detenidos por una multitudinaria guerrilla a pedradas, un entretenimiento muy común entre los adolescentes, los policías procuraban coger sólo a los cabecillas para que pudieran entrar todos al otro lado de las rejas. 



En los días de la posguerra, cuando la autoridad se empleaba con mano dura, se decía que en el Arresto los guardias se tomaban la justicia por su mano y hubo casos de detenidos que tuvieron que salir de aquellas dependencias municipales para ser conducidos directamente al Hospital Provincial. Algunas veces, en el silencio de la noche, se escuchaban a lo lejos los quejidos de algún preso que estaba recibiendo un castigo ejemplar.



El Arresto fue perdiendo importancia con los años y sus dependencias se fueron quedando vacías. En la década de los cincuenta contaba con un funcionario que hacía las labores de portero. Se llamaba Manuel Mateo Tapia y vivía en esa misma acera, dentro del edificio del ayuntamiento, en una casa con puerta y ventana que compartía con su familia. 


En aquella época la calle Juez tenía la vida que no tiene hoy. Contaba con una bodega, la de las Cortinillas, que siempre estaba abierta, y con una vecindad formada por cinco familias: la del portero del Arresto; la de José Rodríguez Ruiz, un conocido confitero; la familia de Ramón Moya, célebre propietario y la del militar Francisco Martínez Soriano. En el número uno vivía una anciana, doña Vicenta de Haro, que compartía su casa con otra mujer.


Todos los años, para el día de San Fernando, la calle Juez se vestía de gala. Llegaban los operarios, colgaban luces de colores y montaban un escenario para que actuara un conjunto. Las verbenas llenaban la calle Juez de fiesta y los vecinos del barrio se daban cita alrededor del baile. Por la mañana había dianas de gigantes y cabezudos y se organizaban competiciones deportivas en la Plaza Flores y en la de la Administración Vieja, cuando pasaba un coche de vez en cuando.


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