Una patera, para los almerienses, es algo ya como de la familia. A fuerza de oír en la radio cifras de inmigrantes ahogados o rescatados, de mujeres embarazadas a lomos de lanchas neumáticas, de niños con ojos como platos asistidos por voluntarios de Cruz Roja, lo anormal se ha transformado en normal. Aunque a los ciudadanos de Lugo o de Miranda de Ebro, el drama les llegue en sordina -qué diríamos de los de Helsinki o de Oslo- en Almería, por la cercanía, por el roce de piel sobre piel, no se puede mirar para otro lado.
Forma ya parte del paisaje, de la crónica de un pueblo, desayunarse con varios cientos de rescatados y desparecidos, como ayer mismo, Día de la Hispanidad. Nunca lo reconocerán en medios oficiales, pero son y han sido numerosos los lances en la que los patrones de pesca de bajura de la bahía se han encontrado con una tibia o una costilla magrebí entre el pescado atrapado en las redes.
Así es -y parece que seguirá siendo- y ocultarlo no sirve de nada, como tampoco sirve poner trabas a los informadores para hacer su trabajo por el afán cerril de empequeñecer un drama que es tan grande como la Torre Eiffel, aunque poco sepan de ello en París. Almería cuenta con una almeriense, Consuelo Rumí, secretaria de Estado para la inmigración, que sabe mucho de todo esto y que, sin duda, debe estar haciendo bien su trabajo, que debe pasar también por tener cierto hálito pedagógico para el resto del Estado español, ajeno a las fronteras con el Norte de Africa.
Almería lleva décadas concienciada con la inmigración norteafricana y subsahariana, cuando aún no se sabía qué era eso en el resto de Europa. Son cientos de inmigrantes -como los de ayer- que cada semana, como un reloj, se les rescata, se les cuida y se les reconforta con techo y alimentos.En Almería, a través de organizaciones como Cruz Roja y Almería Acoge, sí se sabe lo que vale un peine, lo que vale la vida de cada hombre y de cada mujer, porque se han levantado ya muchos cadáveres del tercer mundo.
Han pasado 27 años de la primera patera que arribó a una playa almeriense (15-8-1991). Después de la singladura inaugural de aquellos primeros marcopolos rifeños hasta Adra, fueron llegando -y seguirán llegando por siempre- cientos y miles. Unos han ido siendo repatriados o pudiendo escapar del cerco policial, otros duermen para siempre con la panza hinchada y el rostro cerúleo en el fondo del Mar de Alborán.
Se desencadenó desde ese día de 1991 una maquinaria que no ha tenido tregua y se acuñó para los protagonistas de este éxodo clandestino la denominación de espaldas mojadas, cuando aún se pensaba que pudieran ser traficantes de hachís, cuando aún no se entendía que a lo único que aspiraban con esas travesías en las que se jugaban la vida entre el oleaje, sobre una cáscara de nuez de 15 metros cuadrados, era a poder tener una nevera llena. Buscaban para desembarcar calas escondidas en La Habana de Adra, en Los Percheles de Punta Entinas, en la Cala Amarilla de San José y después, incluso, en las mismas playas de Garrucha y Carboneras ante la sorpresa de los bañistas que creían que se trataba de un rodaje cinematográfico cuando veían a tanto negrito en un bote.
Tras las pateras de magrebíes, llegaron a Almería las avalanchas de subsaharianos. Eran ya hombres y mujeres negros azulados, de Mali o de Senegal, que, tras hacer cientos de kilómetros a pie desesperados en busca de la prosperidad, pagaban y siguen pagando cantidades desorbitadas a traficantes a cambio de un escaño en una triste canoa motorizada. Así hasta ahora, en que la ruta de la inmigración clandestina ha crecido un 120% en un año, según datos del Ministerio del Interior.
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