Quizá porque, como canta Chavela Vargas, uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, Luis Iborra vuelve cada madrugada de los últimos cuarenta y cinco años a sentir la felicidad a aquella vieja ‘marca’ desde aquel día, cuando apenas tenía diez años, que su padre le llevó a conocer el mar.
Está tan acostumbrado a las olas que las mareas son los pasillos donde jugó en aquella infancia feliz en la que, al atardecer, se escapaba de la escuela y esperaba a que cualquier pescador bondadoso del puerto de Roquetas le dejara embarcar para adentrarse en la mar. Su vida es azul. El azul difuso de las olas por las que navega; el azul intenso del cielo que le cobija. Las cosas grandes llevan pegadas al alma la simplicidad de los corazones limpios.
El viernes a los patrones Juan Baena y Luis Iborra, al maquinista José Francisco Iborra y a los marineros Jesús Pérez, Icaro Morata y Juan Antonio Rodríguez, la duda no les oscureció ni un segundo la decisión al contemplar como las sesenta y cuatro personas que iban en una lancha neumática comenzaban a ser engullidas por el mar en Alborán. Desde el portalón del Mi Lalita fueron rescatando, una a una, sesenta y cuatro vidas condenadas a muerte por la codicia de las mafias que controlan la desesperación de quienes buscan desesperadamente un mundo mejor y el infortunio de un mar en el que, aunque esté en calma, el peligro siempre permanece oculto.
“Hicimos lo que teníamos que hacer, nada más”. Estos tipos salvan sesenta y cuatro vidas humanas y los único que se les ocurre decir es que hicieron lo que había que hacer.
Mientras escuchábamos a Luis Iborra, Juan Melero (el marinero en tierra nos llevó hasta ellos) y yo tuvimos la convicción de que, en la simplicidad de sus palabras, se encontraba la mayor grandeza del ser humano: la solidaridad, el rescatar para la vida a quien está condenado a una muerte que llega con prisa desde el infortunio devastador en el que amanecieron a la vida cuatro, cinco, veinte años antes y tres mil kilómetros atrás. Dios y la fortuna nunca visitan la casa del pobre.
Pero ayer, mientras escuchaba el relato del patrón del Mi Lalita (magistralmente recogido por Javier Pajarón en LA VOZ y por Javier Romero en la Cadena SER), no pude evitar (tampoco quise) cambiar de plano y reflexionar por qué el cristal con que se mira la inmigración en Almería siempre tiene la profundidad de la lupa cuando de buscar zonas oscuras se trata y, sin embargo, se vuelve opaco o, sencillamente se rompe, cuando el reflejo es luminoso.
No sé si hoy los grandes medios nacionales, tan predispuestos siempre a mostrar con énfasis detectivesco las zonas de penumbra (que las hay) entre invernaderos, mandarán a sus enviados especiales al puerto de Roquetas a entrevistar a estos seis héroes que han salvado sesenta y cuatro vidas. Quizá no interese. O quizá solo hubiese interesado si los sesenta y cuatro rescatados, en vez de ser inmigrantes, hubiesen sido pasajeros a bordo de un yate de recreo navegando entre mares de champán por el Mediterráneo. En algunas redacciones, algún redactor jefe y algún jefe de informativos habrá pensado: ¿Seis marineros que salvan sesenta y cuatro vidas? Está bien, pero la escaleta ya está hecha, no hay tiempo. Por cierto, a ver si mandáis a alguien a Almería a buscar mierda entre los invernaderos para publicarlo cualquier fin de semana.
Desde que los trágicos sucesos de el Ejido del año 2000 tiñeron de barbarie la imagen de Almería, cada vez que nos han mirado desde Madrid, Barcelona, Bruselas o Londres ha sido para enfatizar los errores (que los hay) y ocultar los aciertos (que también los hay y, además, son más, muchos más). No es patriotismo de provincias ni chovinismo de salón.
En este permanente objeto de deseo para aspirantes al Pulitzer de cada mañana y para predicadores de la revolución de cada tarde que es Almería, viven y conviven cien mil inmigrantes a los que, cuando van a un centro de salud, el médico solo les pregunta qué les duele, nunca la acreditación que les da derecho a ser socorridos porque , quien los va a socorrer sabe y siente que son seres humanos a los que hay que curar; miles de madres y padres que, cuando se acercan a un colegio, solo se les pregunta el nombre del hijo o la hija a la que quieren escolarizar. Decenas de miles de familias que han encontrado en este sur y en este sol la vida que vinieron a buscar. Con problemas, por supuesto; con dificultades, claro; con injusticia demasiadas veces, lamentablemente; a veces viviendo en condiciones infrahumanas, sin duda. Y hay que hacer lo posible y lo imposible para que estas situaciones- que también padecen miles de familias nacidas en nuestros pueblos- sean erradicadas hoy mejor que mañana.
La realidad objetiva- y a pesar de esas situaciones dolorosas, que existen- muestra Almería como un territorio en el que la integración de un fenómeno tan complejo como la llegada masiva de inmigrantes se ha producido y se produce con elogiable normalidad. Siempre habrá a uno y otro lado personajes indeseables por su comportamiento, opiniones o actitud, pero son minoría. Es verdad que hacen mas ruido, pero la maldad siempre hace mas ruido que la bondad.
Por eso, quizá, los seis héroes roqueteros del Mi Lalita no merezcan un minuto de telediario. Por eso y por la torpeza de unos medios de comunicación que solo vemos la realidad desde el cristal interesado y torpe con el que miramos el mundo que nos rodea.
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