Los maestros jóvenes, recién salidos de la Escuela de Magisterio, tenían muchas posibilidades de que los mandaran a cualquier rincón de la provincia. ir destinado a un pueblo lejano sonaba a destierro en los primeros años de la posguerra, cuando las comunicaciones eran escasas, cuando las carreteras eran intransitables, cuando para recorrer cincuenta kilómetros había que echar medio día de camino.
Ir destinado a un pueblo significaba irse a vivir a ese pueblo: buscar una casa, llevarse a la familia e integrarse en unas formas de vida que para muchos de aquellos maestros requería un largo proceso de adaptación. La vida del maestro de posguerra en un pueblo lejano era dura. Los sueldos solo daban para comer, aunque en la mayoría de los casos estos profesores rurales contaban con la ayuda de las propias familias de los alumnos. El que no le llevaba un canasto de patatas le regalaba un manojo de rábanos o de lechugas y en el tiempo de las matanzas en la casa del maestro nunca faltaba una fuente de embutidos por gentileza de sus vecinos.
En muchos pueblos la figura del maestro estaba por encima del alcalde, a la misma altura que podía estar el cura. Significaba la autoridad del conocimiento, que en aquellos tiempos de analfabetismo y atraso era tan importante como la autoridad de la fuerza y del orden que estaba en manos de la Guardia Civil.
El maestro nunca podía faltar en las fiestas ni en las principales celebraciones religiosas. Cuando una autoridad de renombre, como podía ser entonces el Gobernador civil, anunciaba la visita a un pueblo, el maestro se situaba al mismo nivel que el alcalde para recibirlo y de paso aprovechaba el momento para pedirle al Gobernador algunas mejoras en el aula: la luz eléctrica, una nueva estufa o que le renovara la pizarra que todavía llevaba las huellas de las lecciones de los maestros de la República.
Había destinos rurales que gozaban de los mismos privilegios que en cualquier escuela de la ciudad, pero había otros, los de los pueblos más pequeños y alejados, los que estaban en pedanías y anejos, donde los maestros tenían que acostumbrarse a la escasez y al aislamiento. Había aldeas en la provincia de Almería donde los maestros tenían que luchar a diario porque los padres de los niños los mandaran al colegio y los liberaran de las tareas del campo.
En 1949, el Ministerio de Educación puso en marcha un proyecto para reforzar la cultura en las zonas rurales, movilizando a un importante grupo de maestros. Formaban parte del Servicio Español de Magisterio y de los llamados Grupos de Cultura y Arte del Frente de Juventudes y a lo largo de la década de los cincuenta se convirtieron en una célebre troupe que llevó la magia de la cultura a rincones donde no habían visto nunca un libro ni habían escuchado aún el sonido de la radio.
Los maestros recitaban poemas, narraban historias de amor, entonaban viejas canciones populares, hacían juegos de manos y se disfrazaban de humoristas para hacer reir a los lugareños. A veces, se sumaban a la fiesta los músicos del cuarteto de la rondalla provincial, que actuaban mientras que los maestros se cambiaban de ropa o disfrutaban de la morcilla recién hecha y el vino de la tierra, que nunca faltaba en aquellas reuniones.
Por el grupo de maestros-actores pasaron hombres y mujeres que tuvieron que compaginar las esporádicas aventuras por los pueblos con su actividad docente diaria en los colegios de Almería. Nombres como los de Eulalia Forniéles, María del Carmen Asensi, Amparito Mollinedo, Rafael Navajas, José Escoriza, Martirio Rodriguez, José María Cuadrado, Maruja Godoy, Nicolás López, Anita Soler, Emilia Sicilia, José Martínez López y Alfredo Molina, pasaron a formar parte de aquella manera tan directa de enseñar y entretener que supuso una auténtica revolución en los pueblos más atrasados de Almería.
No solo llevaron el teatro, la poesía, los buenos modales y la música a los pueblos. sino que también le dieron la oportunidad a todas esas gentes del campo de asistir por primera vez en sus vidas al milagro del cine. Muchos no habían escuchado nunca ni la radio cuando a mediados de los años cincuenta, los maestros itinerantes se presentaron en su gira con un proyector ‘Andre Debrie’, que se pusieron de moda en Almería en las reuniones parroquiales y en las escuelas católicas.
A veces, la troupe hacia giras de una semana y recorría las pedanías escondidas del Campo de Níjar: Los Nietos, Las Bocas, Los Pipaces, Atochares, Hortichuelas... Donde iban eran tratados como estrellas y al terminar la actuación completaban la fiesta compartiendo con los vecinos esa hospitalidad ancestral de las gentes del campo.
Aquellos maestros tenían el aire de los cómicos ambulantes. Como ellos, viajaban en una camioneta, cargados con maletas, títeres, instrumentos de música y ropa.
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