Hubo un tiempo en que el peligro era un aliciente más para los jóvenes a la hora de los juegos. El riesgo motivaba y aquellos que se atrevían a correrlo se llevaban después los máximos honores dentro de ese contexto tan importante que entonces era la pandilla.
En Almería existía una lista no oficial, pero que todo el mundo conocía, de valientes, de tipos que estaban en todos los escenarios donde el peligro estuviera presente. Los más atrevidos solían exhibirse en el entorno del puerto, donde era posible recorrer un circuito de lugares de riesgo. En todas las generaciones existieron los audaces que cuando iban a bañarse a la playa jugaban a llegar a la segunda boya, e incluso a alcanzar la punta del Faro desde las Almadrabillas. Una vez en el Faro solían organizar competiciones saltando desde las piedras del castillete al mar, con el peligro que aquella escaramuza llevaba asociado. Cualquier accidente, o un simple mareo podía significar la muerte ya que se trataba de un lugar alejado y solitario.
En los años sesenta y setenta era habitual encontrarse a grupos de adolescentes haciendo exhibiciones en el dique de levante, desde donde se lanzaban al mar como si estuvieran en la orilla de la playa. Aquellos si que se tiraban al morro, no por desesperación, sino por agrandar su fama callejera de valientes. Todos conocíamos en nuestro barrio a alguno de aquellos héroes que se envalentonaban aún más si entre el público asistente había alguna muchacha.
En aquella época, el umbral del peligro estaba mucho más alto que ahora y el riesgo formaba parte de la vida diaria y de los juegos. Hasta en las celebraciones de la Feria había actos que organizaba el propio Ayuntamiento donde el riesgo era la principal atracción.
La gesta más grande, para la que se necesitaba mayor coraje, era la de tirarse de púa desde lo más alto del Cable Inglés, poniendo en juego una mezcla de habilidad y valor que le daban al elegido el estatus de héroe local. Cuando alguien se clavaba en el mar de cabeza desde la azotea del cargadero, la hazaña no tardaba en dar la vuelta a la ciudad y su prestigio era tan valorado como el de los mejores boxeadores que aparecían en los barrios o como el que ganaba las carreras de ciclismo.
Tirarse del cargadero no estaba permitido y siempre había un guarda que estaba al acecho para evitar las escaramuzas de los muchachos. Si lanzarse desde las alturas era la mayor prueba de valentía que se podía practicar en la playa, llegar nadando hasta la boya significaba la mejor demostración de fuerza y resistencia.
La boya fue un lugar mítico para los jóvenes, un destino alejado y lleno de peligros al que sólo llegaban los más atrevidos. La playa oficial de la ciudad era las Almadrabillas, más cercana que la de San Miguel, más abierta a la multitud y a todas las clases sociales. Era además la playa que ofrecía más posibilidades de diversión y el atractivo del riesgo. Contaba con dos boyas, la primera que era la más próxima, y la segunda que era la última señal antes de encarar la ruta del Faro.
Los aventureros tenían su paraíso asegurado en las Almadrabillas. Entre las leyendas que dejó las incursiones a la boya destaca la de un pequeño héroe al que apodaban el ‘Pigüe’, que cuando se apropiaba de una bicicleta que no era suya se la llevaba nadando hasta la primera boya y allí la amarraba para que nadie se la pudiera quitar. Fue también muy nombrado José Rodríguez Ruiz, más conocido como Pepillo ‘el guardabarrera’, que estaba considerado como uno de los grandes nadadores de Almería y para que el que llegar hasta la boya era un juego de niños. Contaba que era habitual, al menos entre los que formaban su pandilla de amigos, alcanzar la primera boya y meterse debajo a coger los mejillones que estaban pegados a los hierros.
Si la primera boya era un objetivo para los aspirantes a valientes, la segunda tenía el misterio de los lugares remotos llenos de peligros. Llegar hasta allí era como asomarse al fin del mundo, acariciar ese sentimiento mitad miedo y mitad placer que proporcionaba jugársela a solas con el mar, en un rincón donde no llegaban los ecos de la ciudad, donde un simple calambre o tragar agua podía significar la muerte. En los años sesenta el ayuntamiento ordenó que se prohibiera pasar nadando más allá de la primera boya, como también prohibió a los bañistas que utilizaran la playa pequeña del mineral porque estaba contaminada y porque el fondo estaba lleno de hoyos que causaron más de un susto entre los usuarios.
El mar acogía pruebas tan diversas como la captura de patos, los saltos de trampolín o las cucañas en la bahía donde los más intrépidos caminaban por un palo de la luz embadurnado de aceite para llevarse cinco duros de premio si llegaban al otro extremo sin caerse al mar. Los saltadores de trampolín eran las grandes figuras de las ferias, después de los toreros.
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