Todo el mundo conocía al retratista. Su presencia era una fiesta allí por donde iba con su cámara a cuestas, visitando las casas cuando había que hacer la fotografía del carnet de familia numerosa, rondando por el Parque y el puerto en aquellos domingos de mañanas profundas cuando todavía existía la costumbre de salir a pasear.
Su muerte deja un vacío en la memoria del barrio, aunque su recuerdo seguirá vivo mientras exista algún vecino que lo recuerde. El sábado, durante su entierro, fueron muchos los que se acercaron a la iglesia para despedirlo. Paco era una referencia, la imagen de un tiempo y unas formas de vida que ya no existen.
Francisco Pérez Romero nació en la calle Barquillo del Barrio Alto, en marzo de 1930, aunque cuando tenía un año tuvo que emigrar a Melilla con su familia. Su padre, mecánico de los talleres de Oliveros, se embarcó en la aventura del norte de África buscando un porvenir mejor para los suyos, alentado por su suegro, Bernabé Romero, un buscavidas que en 1925 se fue desde el puerto de Almería siguiendo a los trece mil soldados que participaron en el histórico desembarco de Alhucemas.
La infancia de Francisco fueron las playas de Alhucemas, y sobre todo, su espléndido zoco, el lugar sagrado donde aprendió a trabajar llevando los utensilios y fregando las cubetas de los fotógrafos ambulantes que a diario recorrían el mercado buscando clientes. Allí pasó su primera juventud, hasta que después de cumplir el servicio militar decidió venirse a su tierra a probar suerte.
En 1954 se colocó con su tío Antonio en la fábrica de losas del Curica, al sur de la Carretera de Granada, hasta que un año después le sonrió la suerte y pudo entrar a trabajar como mecánico en las Minas de Gádor. Como en aquellos tiempos los sueldos eran muy cortos, en los ratos libres se buscó otro empleo. Se colgó la máquina al cuello y se echó a las calles siguiendo los pasos de aquellos viejos minuteros que había conocido de niño en el zoco de Alhucemas.
Francisco Pérez Romero pasó a ser Paco el fotógrafo, el artista ambulante que los domingos recorría las pérgolas del Parque Nuevo buscando la generosidad de las parejas de novios y el dinero fresco de los reclutas que bajaban en grupo desde el Campamento. Por un duro, tres fotografías. Había tardes que tenía que regresar a su casa con los bolsillos vacíos, y otras en las que volvía con las alforjas llenas de monedas, que le levantaban la moral para seguir adelante. Eran días de juventud en los que no conocía el descanso: de lunes a viernes en su trabajo en la Magnesita, y los festivos a echar fotografías por las calles y por las casas. Eran tiempos de familias numerosas, cuando había que tener el carnet correspondiente que lo acreditara y los fotógrafos hacían negocio retratando en los comedores a toda la familia.
Paco el fotógrafo ganaba doscientas pesetas semanales trabajando de mecánico en las Minas de Gádor, un sueldo que él doblaba cuando agarraba la máquina y se iba por las calles buscando clientes. Echando fotos se ganaba un jornal y echando fotos conoció a la mujer de su vida. Una de aquellas tardes de las que le daba cien vueltas al Parque detrás de un pelotón de soldados, se encontró con una muchacha que estaba paseando a dos niñas. Ella, Concha Martín, se encargaba de cuidar a las hijas del conocido empresario José Martín, uno de los propietarios del garaje de Trino, y esa tarde había ido a tomar el fresco al Parque. Cuenta él que nada más verla supo que era el amor de su vida, pero que ella no le hizo caso, que lo estuvo ignorando durante un tiempo a pesar de la insistencia de Paco, que cada vez que se la encontraba trataba de conquistarla a base de retratos. La insistencia acabó dando sus frutos y la muchacha terminó por caer rendida en los brazos de aquel obstinado fotógrafo.
Se casaron el 15 de agosto de 1962 en la iglesia de San Roque, con el cura don Marino. Concha lucía un hermoso vestido blanco que le había confeccionado la tía Paca, una célebre modista de la época. Lo celebraron en la casa cueva que habían comprado en el cerro de La Chanca, organizando un convite con dos garrafas de vino, dos cajas de cerveza, embutidos y pasteles de la Dulce Alianza, todo un lujo en aquellos tiempos. Los vecinos del barrio aprovecharon la ocasión para cenar de más.
Pronto empezaron a llegar los hijos y pronto surgieron los problemas para llegar a fin de mes. Un día que no tenían ni un duro en su casa, cogió la máquina, se subió en la moto y se fue al Parque a buscar fortuna. Era una tarde de soldados, pero ninguno acudía a la llamada del minutero hasta que se lo ocurrió convencer a un veterano para echarle una foto gratis. Cuando los reclutas vieron que el veterano estaba posando como un artista, no tardaron en imitarlo y ponerse delante del objetivo. Por la noche, cuando regresó a su casa, llenó de monedas la mesa del comedor.
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