Aquel sumo sacerdote de Mojácar

Hubo un tiempo en los 80 en el que Manolo Coronado llegó a ser más efervescente que la gaseosa

Manolo Coronado con su túnica azul, bajo uno de sus cuadros, en su casa de la montaña.
Manolo Coronado con su túnica azul, bajo uno de sus cuadros, en su casa de la montaña. La Voz
Manuel León
12:53 • 25 nov. 2018 / actualizado a las 12:55 • 25 nov. 2018

Manolo Coronado, quien fuera uno de los  sumos sacerdotes de las noches mojaqueras de los ochenta, vive hoy más aislado que Robinson Crusoe (aunque él diga que no). Este pintor vanguardista que reinó en Delfos - un pub mitológico entre Mojácar y Turre- vive hoy retirado como un anacoreta entrado en carnes en la montaña más perdida del Sureste.




Para encontrar a este funambulista de la espátula, que tanta farándula atrajo en tiempos pasados al Levante almeriense, hay que recorrer sin brújula y sin desmayo las últimas estribaciones de Sierra Almagrera, entre Pulpí y Aguilas, serpenteando con el coche entre caminos de herradura y sembrados de brócoli, hasta dar con esa mansión reluciente en medio de la nada, en la que habita a 400 metros de altitud.No tiene más vecinos que los vencejos y un extenso pinar que va perdiendo brío por las dentelladas de la procesionaria.




Ese es el actual escondrijo de este popular santón de la movida mojaquera, quien acaba de cumplir 76 años y que recibe con una túnica sagrada celeste a todo el que quiera ir a visitarlo a ese lugar áspero y tremebundo en la montaña desde donde, asomado a la ventana y con un higo en la mano por desayuno, divisa todas las mañanas el horizonte del Cabo de Gata hasta Cabo Tiñoso.




Allí vive como un Maharajá de Kapurthala, con muchos kilos de más, en un cortijo espectacular de más de treinta habitaciones llamado El Sitio que heredó de su abuelo cuyos huesos allí yacen  bajo una lápida,  y del que solo baja para comer salmonetes al Club de Mar de Aguilas, junto a la plaza que lleva su propio nombre como hijo adoptivo de la ciudad.




Allí -en esa fantasmagórica mansión construida en 1907,que albergó reuniones masónicas, a la que se llega por el camino del Labradorcico- tiene colgados cientos de lienzos de insondable valor: angeles y demonios de su propia cosecha,  obras de amigos y enemigos, reliquias medievales del flamenco Van Eick o un retrato de la célebre lotera Doña Manolita. Y junto a las pinturas, santos, máscaras zulúes y toda suerte de baratijas diseminadas por incontables rincones: un Rastro de Cascorro en plena sierra murcianica.




El objeto más preciado para este otoñal Coronado, al que tanto vimos alardear en las noches mojaqueras, es, sin embargo, un libro de firmas del tamaño de un huevo de avestruz en el que aparecen comentarios de Rafael Alberti, Aurora San José, Sara Montiel y Pepe Tous  y del que fue su amigo, Camilo José Cela quien, tras conocerlo en Mallorca, con su letra menuda y apretada, dejó escrito: “Coronado, hoy consagrado, es un pintor al que he visto crecer y que, apoyado en la muleta del entusiasmo, robaba horas al sueño para pintar y pan a la flacas carnes para poder comprar las pinturas”.




La vida de Coronado es como la de un río desbocado desde que nació, desde que le diagnosticaron hiperactividad infantil, azogue dice él, y lo metieron en un reformatorio, no por travieso, sino para que se calmara. Suele autodefinirse como ‘cachondo mental”, “provocador”, “amigo de los yonquis” y otras perlas.




Su historia, de la que es difícil espigar las brumas de las claridades, como en una mañana de resaca, arranca como nieto de uno de los grandes industriales aguileños de la industria de hilos de cáñamo. Su padre Bartolo morirá joven y Manolo quedará huérfano en 1951 cuando solo contaba con nueve años. Emigró entonces con su madre a Mallorca y allí es donde crece, sin pisar mucho la escuela, aficionándose al arte como un autodidacta, teniendo la arena de la playa como primer block de dibujo.


Pronto adquirió nombradía como pintor vanguardista, obtuvo el Premio de la Fundación Juan March y se compró un pueblo entero llamado Alaró donde constituirá una fundación de arte. Allí se llevó a jóvenes artistas del momento, en esa España tardofranquista que principiaba a cambiar. Allí fue también donde empezó a sobrecogerle una suerte de nostalgia que le  ordenó volver a la Península. Fue, tras viajar por Libia y Egipto, tras quedarse viudo de una sueca, el amor de su vida, cuando se encariñó de esa pequeña Ibiza que era Mojácar,  a donde ya había viajado barbilampiño para visitar a su amigo, el arquitecto madrileño Roberto Puig, quien tras realizar obras de restauración en La Alcazaba, enfiló el camino hacia esa montaña mágica para construir el célebre Hotel Mojácar. Allí se hospedó Coronado, hasta que un día, asomado a la ventana, pensó en comprar una gran finca en las alturas, con el dinero de la herencia de su abuelo por la venta de la fábrica aguileña.


Era 1983  y rehabilitó un cortijo y tierras en las cumbres de Albolúncar, entre Turre y Los Gallardos, y lo llenó de cuadros y de caballos que dejaba a sus amigas para que cabalgaran en topless por la playa de El Cantal y que luego prestaba también a los ayuntamientos para los jinetes que corrían las cintas.


Compró también, el entusiasta Coronado, el antiguo cortijo que era de  Paca la Gallardera,enfrente de la Era Lugar, que había sido convertido en bar de copas primero con el nombre de Tubo escape y después con el de Venta del Olivo. Coronado lo vació de borrachos noctámbulos y lo llenó de surtidores y velas, música de Albinoni, cócteles sin alcohol y  ensaladas con pétalos de rosa y puso en la barra a sus amigos Patricia Rodríguez y José María Morata.


Y por allí desfilaba cada noche, entre el toque de las maracas de Manitas, todo el glamour de la Mojácar de la época: su amiga Mamabel, sir Frank Price, Miguel Ríos, Marisa Medina y el pianista Alfonso Santisteban, la actriz María Luisa San José, el modisto Jesús del Pozo, el periodista deportivo Miguel Ors, Ignacio Fontes de Interviú, Amparo Muñoz , Salvatore Brancaccio, la publicista isabel Yanguas  y amigos de su época mallorquina como los pintores Mompó,  Celedonio Perellón, Amalia Viejo y Eduardo, conde de Wessex, el hijo menor de la reina de Iglaterra.


A Delfos acudían clientes desde Murcia o desde Granada por el mero placer de tomar una copa de licor entre buganvillas  y óleos de payasos, con la luna arriba y salamanquesas recorriendo las paredes encaladas.


 Y allí se celebraron esos cotizados premios que llevaban su nombre y que, entre otros, recibieron Manolo Marín y Bernard Vincent. Pero todo ese idilio entre Coronado y Mojácar se truncó, sin embargo, el día que prestó un potro para las cintas de San Agustín de 1991 y se lo mataron porque se asustó con el ruido de los cohetes.


Desde entonces, Coronado corona como un asceta la cumbre de la montaña de su infancia, donde sigue pintando y comiendo higos, en esa casona que heredara de su abuelo masón,  aunque sin olvidarse del todo de las noches de Delfos y de su Mojácar, a la que llega a otear como un palomar entre las nubes en los días claros, a la que volverá, seguramente, cuando se le pase el disgusto del caballo.


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