Más de 4.000 suecos llevan implantado en una mano un microchips que les sirve para entrar en la oficina, para viajar en tren o ir al gimnasio, sin llevar ningún tipo de documento o dispositivo.
Se trata de un minúscula pieza de cristal biocompatible del tamaño de un grano de arroz que se introduce en menos de un minuto con una jeringa entre el dedo pulgar y el índice y es como llevar un ordenador bajo la piel. Los portadores de este implante pueden también, por ejemplo, desbloquear su móvil sin tener que teclear ningún código o pasar automáticamente la tarjeta de visita o su perfil en Linkedin al dispositivo de otra persona. El inventor de este ingenio, que cuesta 99 euros y que puede revolucionar la forma en que los seres humanos se relacionan, no nació en Palo Alto, ni tiene oficina en Silicon Valley, sino que es un almeriense de Ciudad Jardín, que asegura haber encontrado la piedra filosofal del transhumanismo “por el que todos seremos en el futuro mitad cuerpo, mitad máquinas”.
Se llama Juan Jose Tara y es un ingeniero informático de 34 años que acaba de crear una empresa denominada Dsruptive con sede en el centro de Estocolmo con la que pretende revolucionar la manera de relacionarnos con las máquinas.
Su oficina está en el Epicenter, el más moderno centro de innovación digital de la capital sueca, un paraíso para la investigación y aplicación de la nueva tecnología donde trabaja con cinco socios más. “Las posibilidades que abre esta tecnología son incalculables, estoy seguro que en 2030 habrá máquinas con conciencia y el mismo conocimiento que el ser humano”, explica trasladando la fascinación que él mismo siente por sus hallazgos.
Tara, que llegó a la Universidad de Malmöe en 2012 para hacer un máster, considera que “todo va a ir más rápido de lo que la gente cree, del Internet de las cosas hemos pasado al Big Learning y cada vez vamos a ser más conscientes de que una empresa vale por los datos que tenga, el dato es dinero.
Y se pregunta, “si hacemos ciudades y casas con chips, por qué no podemos tener todos dentro de nosotros un chip para sacar unas chocolatinas de la máquina o para saber qué temperatura tenemos en cada momento”. Añade que “el chip es como un teléfono tonto, pero con nuestra tecnología es como si te implantaras en el dedo un smartphone permanente”.
Según el ingeniero almeriense, “en Escandinavia los pagos en efectivo ya son un rareza, todo el mundo paga con tarjeta o móvil y ahora cada vez más con el dedo”.
Tara, de hecho, fue el primer ser humano que realizó el primer pago del mundo con un chip implantado en la mano.
Al habla con el rey Carlos Gustavo
Gracias al grano de arena que está aportando el ingeniero almeriense Tara, junto al amplio equipo de investigadores que trabaja en el Epicenter, el país escandinavo está logrando ser pionera en este tipo de tecnología puntera, que llena de orgullo a los suecos. Tanto es así, que el rey Carlos Gustavo realizó recientemente una visita al edificio en el programa oficial del viaje que el presidente de Italia, Sergio Mattarella, realizó a Estocolmo. “Yo mismo les enseñé cómo uso nuestro implante para abrir una puerta o sacar unos frutos secos de una máquina expendedora. En realidad, los microchips llevan utilizándose desde hace tiempo en hospitales y en animales, pero lo que ha revolucionado la manera de usarlos es la llegada del Internet de las cosas y el protocolo NFC. Son biocompatibles y no emiten ningún tipo de radiación.
Descendiente de la familia del Café Español, del Gran Hotel y salas de cine
El joven ingeniero, cuya empresa es punta de lanza mundial en las aplicaciones de los microchips, es descendiente de una de las familias almerienses más vinculadas a la hostelería y a las proyecciones cinematográficas en la ciudad. Su bisabuelo, Jerónimo Tara Martínez, era un inquieto viajante de comercio que en 1932 se quedó con el Café Español, uno de los establecimientos legendarios del Paseo de Almería. El patriarca, junto a sus hijos, contribuyó a apuntalar ese negocio como uno de los más prósperos de la ciudad.
Hubo un tiempo en el que el Español fue, junto con el Colón o antes, el Suizo, el centro de reunión de Almería. Allí, junto a la esquina de la calle Castelar y la tienda de ultramarinos de Gervasio Losana, los tratantes de ganado cerraban sus tratos dándose la mano; allí se dejaban ver desde por la mañana los corredores de fincas proponiendo negocios; allí estaba la taquilla para los toros y las tertulias taurinas más salpimentadas de la ciudad.
Y había también orquestas con vocalistas que amenizaban las tardes de los domingos y juegos de cartas y de billar en la sala de arriba y betuneros y loteros que por allí merodeaban, y camareros de librea a la vieja usanza, que ayudaban a los clientes a ponerse el gabán, como en una crónica del viejo Madrid de Mesonero Romanos, o pedían un coche de caballos como hoy se pide un taxi.
Fue el Café Español, uno de los primeros locales de la ciudad donde llegó la televisión en color y se pudo admirar el verde del césped de los campos de fútbol y las rayas rojas de la camiseta del Athletic. Sus tertulias, en los veladores de la terraza, fueron parte del paisaje del Paseo, como las farolas, los kioscos de prensa o los guardias urbanos. La vida de Almería pasaba por ese viejo café, en cuyos altos vivía un sastre que salía cada noche en pijama a protestar por lel vocerío. En 1974, Jerónimo Tara y sus hijos anunciaron que cerraban el establecimiento después de más de 40 años para demoler el edificio y construir uno nuevo, ocupado hoy sus bajos por una sucursal bancaria de Unicaja.
Jerónimo Tara Martínez tuvo siete hijos: José, Diego, Juan, Francisco, Manuel, María y Dolores Tara Hernández. Juan, el abuelo del joven investigador de microchips, también fue empresario de salas de cine, regentando desde los años 60 el Cine Roma, en la calle La Reina, y el Reyes Católicos, en la calle del mismo nombre, hoy convertido en un bingo. También tuvieron concesión del Teatro Apolo y de terrazas de verano como Los Pinares, Norte y Albéniz.
La familia Tara fue también copropietaria del Gran Hotel Almería, abierto en 1967, hasta su venta al empresario Miguel Rifá Soler. José, Diego y Juan Tara Hernández se ocuparon de los negocios de hostelería y cinematográficos. Francisco fue abogado y Manuel médico alergólogo.
Juan Tara Hernández, el abuelo del investigador, se casó con Octavia Cabrerizo, hija del médico Francisco Cabrerizo. Su padre, Juan Tara Cabrerizo, fue ingeniero y concesionario de la empresa de la zona azul municipal, recientemente fallecido. Ahora, el joven Juan José Tara continúa como empresario, en un sector que puede cambiarlo todo.
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