Caminaba casi de puntillas para no dejarse notar, para que su presencia nunca fuera un inconveniente, para no hacer demasiado ruido. Nunca hablaba de más ni presumía de lo bien que jugaba al fútbol o del último sobresaliente que le había dado el profesor de trabajos manuales.
Sus silencios se compensaban con ese gesto dulce, amable, respetuoso, que siempre tenía a mano con los amigos. Salinas tenía alma de artista y no necesitaba dar un grito para imponerse o dar su opinión. Muchos lo conocimos allá por los años setenta, cuando a la salida del colegio Diocesano se organizaban interminables partidos de fútbol frente a la fachada principal de la Catedral. Él destacaba porque en el breve espacio de una losa era capaz de engañar a dos contrarios, siempre sin perder las buenas maneras, con esa media sonrisa que llevaba incorporada y con ese gesto de bondad con el que parecía que iba pidiéndole perdón a todo aquel que dejaba sentado en el suelo.
Salinas formó parte de aquella generación de niños que crecimos con un pie metido en la dictadura y con el alma impregnada en los nuevos tiempos y en aquella marejada de libertades de la Transición que nos llegó como llegan las revoluciones, sin avisar, sin que nadie te explicara nada. Su primera patria fue la calle Dolores R. Sopeña, la del Hotel Indálico, un lugar fronterizo en aquellos años al estar pegado a ese límite de lo cotidiano que entonces marcaba el muro de piedra de la Rambla.
Salinas era uno de los inquilinos permanentes de las pistas de cemento que montaron en el cauce, donde tantos niños disfrutaron de esa libertad incontestable del juego callejero. Creían que aquellas pistas rudimentarias era el estadio Maracaná donde el balón no paraba de rodar los fines de semana y donde en vacaciones había que levantarse temprano para poder coger sitio.
Después vinieron los años del instituto, las citas en los trancos y en las ventanas del Celia Viñas donde los alumnos se contaban sus suspensos y donde se organizaban los partidos de fútbol de los domingos por la mañana y las fiestas de los sábados por la tarde. Allí estaba Salinas, llenando de sensibilidad cada instante: callado, bueno, respetuoso, sencillo.
Un día dejamos de verlo por los desafíos en los barrios y supimos que había encarado su vocación deportiva en un club de verdad como era el Pavía. Se le habían quedado pequeñas las escaramuzas futbolísticas con los amigos y se puso a jugar en serio en un equipo bien organizado y con historia como el Pavía, que en aquel tiempo era, para nosotros, como dar el salto a la profesionalidad. Eran los años del campo del Seminario, aquel recinto de tierra sembrado de baches que durante varias décadas había sido el patio de recreo de los niños que estudiaba para curas. Salinas llevaba el número 10 y era un delantero habilidoso que se compenetraba bien con Carreño, que era el que se encargaba de meter los goles. Deberían de darle una medalla de reconocimiento a todos aquellos jóvenes que se dejaron la piel de las rodillas sobre los infames campos de tierra que componían la geografía de escenarios deportivos de nuestra provincia.
La última vez que vi a Salinas fue con la camiseta del Pavía. Volvieron a pasar los años y la vida lo llevó por otros caminos. Por su hermana Fina supe que se había dedicado a la vida empresarial, que esa vocación artística que ya ‘exhibía’ de niño en los trabajos de marquetería que se hacían en el colegio la había orientado hacia la decoración, que en sus ratos libres le gustaba pintar, que en sus cuadros estaba el color intenso, como debieron ser los colores cuando el mundo estaba recién creado. Por su hermana querida he sabido también de su muerte prematura cuando acababa de cumplir 57 años, cuando junto a su mujer, Toñi, compartía la gran ilusión de su vida: su hijo Mario.
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