Los niños de antes aprendimos a ser austeros a la hora de escribir la carta para los Reyes Magos. Lo queríamos todo, pero nos habían enseñado a conformarnos con lo justo, sobre todo si en la casa había más hermanos y los de Oriente tenían que hacer un doble esfuerzo.
En esa lista que íbamos elaborando todos los años cuando llegaba el mes de diciembre, siempre se nos quedaba en el tintero algún juguete que nosotros y nuestros padres considerábamos inalcanzable. Yo me pasé los primeros años de la infancia soñando con tener un caballo de cartón como el que tenía mi amigo Antoñín, pero nunca lo incluí entre mis peticiones porque creía que se alejaba de las posibilidades de mis humildes reyes. Era un hermoso caballo blanco, fabricado de cartón piedra, tan bien hecho, tan bien pintado que a mí me parecía de verdad. Cuando entraba en la casa de mi amigo me podía pasar las horas mirando el caballo y cuando de regreso a mi casa subía la cuesta de mi calle, lo hacía siempre al trote, como si montara a la grupa de aquel espléndido cuatralbo.
Tampoco llegué a tener jamás uno de aquellos trenes eléctricos con toda su tramoya de montañas, ríos y puentes que se pusieron de moda en los años setenta, coincidiendo con la fiebre del Scalextric. Para tener un tren de categoría o para aspirar a un Scalextric con todas sus prestaciones, había que tener un estatus económico importante o renunciar a los otros regalos para quedarnos solo con uno. Yo prefería que los reyes fueran diversos, que me trajeran varios juguetes de un nivel medio que uno muy caro. Otro sueño infantil fue el balón de reglamento. Decir de reglamento era decir que el balón era como los de verdad, como los que utilizaban los equipos de Primera División, un balón de cuero, con sus costuras, con sus pentágonos negros, con su válvula para poder inflarlo.
En aquel tiempo los balones de reglamento eran caros y lo que es peor, tenían muy mala prensa entre nuestros padres, ya que tener un balón era una invitación a pasar el día en la calle dándole balonazos a los vecinos y rompiéndote los zapatos. Por uno y por otro motivo, mis reyes nunca llegaron a traerme el balón de cuero con el que estuve soñando hasta que me fui al servicio militar.
En tu calle siempre aparecía, en la mañana de reyes, el agraciado con el balón de reglamento. Por allí asomaba con esa cara de felicidad del que tiene entre sus manos un regalo único. El niño del balón era el más perseguido aquella mañana, y a la vez el más adorado. Le hacíamos la pelota para que soltara el tesoro y lo compartiera con nosotros, aunque a veces no lo llegábamos a conseguir y el niño del balón regresaba a su casa con el juguete intacto.
Recuerdo unos años, allá por los primeros setenta, que se pusieron de moda las raquetas de tenis, coincidiendo con los éxitos de los tenistas españoles que veíamos por televisión. La raqueta era un lujo y cuando en el barrio hubo dos niños con raqueta se empezaron a organizar auténticos torneos en una pista improvisada que con cal pintábamos en el suelo de la Plaza de Castaños.
La mañana del día de Reyes era un culto al exhibicionismo. Cada niño salía a la calle con su regalo favorito para mostrarlo al resto. Ese día, el Parque era el escenario donde se reunían las familias para pasear y para que los niños pudieran disfrutar de los juguetes. Unos aparecían con los correajes, las pistolas y las estrellas de sheriff, otros vestidos de indios Apaches, otros con el coche teledirigido que fue una de las bombas de aquellos tiempos. Había quien sorprendía con la vestimenta de su equipo de fútbol y unas botas relucientes, mientras que las niñas mostraban sus muñecas recién estrenadas como las que salían en los anuncios de televisión. No sé por qué motivo cuando yo salía al Parque el día de Reyes siempre me gustaban más los juguetes que llevaban los otros que los míos.
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