La primera playa, la playa de nuestra infancia, el lugar donde por primera vez descubrimos la sensación de libertad que te deja el mar cuando te cubre la cabeza, fue para muchos de nosotros la vieja playa de las Almadrabillas.
Los que fuimos niños a finales de los años sesenta pudimos disfrutar de una playa deslavazada, casi silvestre, un escenario de grandes contrastes donde todavía se podían ver los últimos vagones del mineral que pasaban por el puente del Cable Inglés. Era una playa interminable que los domingos de verano se convertía en el patio de recreo de la ciudad, cuando desde los barrios más lejanos las familias bajaban en caravana a pasar el día cargadas de neveras, sandías y calor.
Teníamos el privilegio de tener una playa en la puerta de la casa, un recinto de libertad a un paso, al final de la Rambla. Podíamos estar bañándonos y cinco minutos después tomando una horchata en la terraza del Café Colón. Era una playa casera donde la arena parecía un desierto, donde todavía quedaban barcas de pescadores y vendedores ambulantes.
Un día nos contaron un cuento y nos quitaron la playa en nombre de la modernidad. Había que encontrarle cobijo al Club de Mar cuando lo quitaron de la playa de la Chanca y en ese traspaso nos quedamos sin un lugar de referencia en nuestras vidas.
Atrás quedaban los recuerdos de esa primera playa que conocimos cuando para meternos en el mar nos llevaban todavía cogidos de la mano. En aquellos años sesenta la vieja playa de las Almadrabillas se llamaba también la playa del Club Náutico, por ese gran complejo hostelero y recreativo que habían levantado en el solar del balneario Diana.
La playa del Club Náutico llevaba el nombre de aquel edificio que presidía la playa, un proyecto del año 1943 para la construcción de un Centro Náutico y una residencia marítima frente al mar. En el proyecto inicial se contemplaba un espléndido edificio de dos plantas, con cabinas, duchas, cuartos de aseo y depósito para embarcaciones en la planta baja, y una residencia de 24 plazas y un gran salón de baile en el segundo piso.
En el exterior se habilitó una amplia terraza donde se instalaron sillas, toldillos y quitasoles y se habilitó un servicio de bar. El nuevo Club Náutico no destacó por prodigarse en la organización de grandes pruebas, sino que se hizo célebre por esa terraza que en los meses de verano fue refugio de cientos de almerienses.
Los domingos era difícil encontrar una mesa libre en una época en la que las familias completas se congregaban en la playa de las Almadrabillas cargadas con las primeras neveras y las cestas de comida, aunque el día grande, cuando de verdad se podía decir la frase de que no cabía un alfiler, era el 18 de julio, fiesta nacional que se estuvo celebrando hasta la Transición. Ir a la playa el 18 de julio se convirtió en una tradición en la que todo el mundo participaba. De la zona de los cortijos de la Rambla de Belén y de los pueblos cercanos, la gente llegaba en carros como si fueran de romería. Era como un éxodo masivo, un acontecimiento que por un día dejaba vacías las calles del centro, que se transformaban en caminos hacia el mar.
Para poder hacerse un hueco era costumbre mandar una avanzadilla la tarde anterior, enviar a un grupo de jóvenes que llevaban la misión de llegar los primeros para coger un buen sitio donde instalar el campamento. Llegaban con las sillas para los viejos, cuando los viejos todavía formaban parte de la vida de las casas; llegaban con las garrafas de agua de Araoz y las cestas de mimbre llenas de comida, aunque en muchos casos era escasa y el menú se reducía a pan con embutidos y humildes tortillas de patatas. Llegaban con las sandías que compraban en los cortijos de la Vega y las ponían a refrescar en la orilla. Llegaban con un cargamento de niños medio desnudos que convertían la playa en una locura colectiva.
Antes de que apretara el sol, la playa se iba llenando de tiendas de campaña que cada familia iba levantando sobre la arena para marcar su territorio. Eran auténticos refugios de sombra que los hombres se encargaban de montar a fuerza de palos, cañas y sábanas viejas. Y se creaba un ambiente de fiesta remota, donde a veces la pobreza se maquillaba con las ganas de sobrevivir y la alegría de los niños rebozada con agua y arena. Y los jóvenes hacían alarde de su fuerza, haciendo el pino y nadando sin descanso hasta la boya, ante la mirada atenta de las muchachas.
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