En la esquina de la Puerta de Purchena con la antigua Rambla de Alfareros, debajo de los escaparates de la tienda de Pronovias, los propietarios del negocio han tenido que colocar un cartel para tratar de espantar a los dueños de los perros que llevaban allí a sus animales para que hicieran sus necesidades. “Evite que su perro se orine aquí”, suplica el letrero. La medida ha hecho efecto y la esquina permanece limpia.
Menos suerte ha tenido Miguel Almagro, un vecino de la calle Lope de Vega que reconoce haber perdido la batalla contra las meadas de los perros. Llevaba varios meses luchando y en esa pugna había recurrido a varios métodos que no han dado resultado. Primero optó por hacer pegatinas y pegarlas por las dos fachadas de su vivienda pidiendo que no orinaran allí los animales. En vista de que la fórmula no le daba ningún resultado, colocó una cámara de seguridad y un cartel anunciando que se denunciaría a todo aquel que llevara allí a su mascota a hacer sus necesidades. Ni las pegatinas ni la cámara han servido para nada y su fachada, en pleno casco histórico, destaca por estar mojada de forma permanente.
Tampoco le ha servido ponerse cara a cara delante de los dueños de los perros, una medida que suele ser contraproducente, ya que en la mayoría de los casos los propietarios de los animales son los que acaban sintiéndose ofendidos porque un vecino se atreve a coartar la libertad de su mascota.
La de Miguel Almagro no es la única fachada marcada. Basta con darse una vuelta una mañana cualquiera por el centro de la ciudad para darse cuenta de que el estigma de los orines caninos ha llegado a las fachadas, a las esquinas y a los monumentos del llamado casco histórico. Hasta los muros de la Catedral o las piedras del convento de las Puras aparecen con la sombra de las meadas que le dan a Almería una imagen de ciudad dejada, de lugar tercermundista. En la calle del Cubo, los zócalos de la fortaleza están sembrados de meadas y en la estrecha calle de Conde Xiquena no hay una fachada que no tenga grabada la sombra de los orines. Hasta las papeleras y las farolas del alumbrado público llevan la marca incorporada.
El esfuerzo de los empleados de la limpieza que a primera hora tratan de adecentar las calles sirve de poco cuando unas horas después vuelven a aparecer los dueños y vuelven a permitir que sus animales orinen donde no deben.
Hay lugares que se han convertido en meódromos públicos, como es el caso de la muy céntrica e histórica Plaza de Careaga, hoy convertida en váter canino. Los dueños del único negocio que sobrevive en la plaza, una prestigiosa tienda de vinos, tienen que estar en estado de alerta permanentemente para que no les orinen la fachada de la tienda una y otra vez. Es verdad que son mayoría los propietarios de animales que llevan sus bolsas reglamentarias y recogen los excrementos, pero los orines se quedan allí, dejando su huella en forma de mancha y de mal olor para todo el día.
Este problema tendría solución si se aplicaran las ordenanzas municipales y se habilitaran espacios para que los perros pudieran hacer sus necesidades sin causar molestias. Pero las normas no se cumplen y se ha instalado una moda de “dejar hacer”, una política de laxitud que consiste en no molestar a la gente y que cada uno campe a sus anchas para no poner en riesgo el preciado botín de un voto.
El resultado no puede ser más perjudicial para la imagen de una ciudad que alardea en estos días de ser la capital gastronómica y de querer atraer al turismo con la coartada de su buena cocina. Tenemos la desgracia de habernos quedado sin apenas rincones de referencia en el casco histórico y los pocos que quedan, lo únicos que podemos mostrar a los visitantes, languidecen, víctimas de la suciedad.
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