Las vaquerías fueron desapareciendo del paisaje urbano almeriense como lo hicieron las carbonerías, las tahonas o las sastrerías. Aquellas primeras botellas de vidrio de leche Puleva, que empezaron a llegar a Simago cuando el baby boom, fueron hiriendo de muerte la añeja costumbre de comprar al lechero ambulante el ordeño diario: esa fuente de calcio que llegaba a los hogares en cántaras templadas desde la vaquería, a la que se le daban dos hervores y después se dejaba enfriar un poco; ese elixir nacarado que balizaba en el cazo el rastro de la suculenta nata que se rebañaba con el pan y se espolvoreaba de azúcar para servir de merienda. Y después, también, esa gloriosa leche condesada que descubrimos en los envases metálicos de La Lechera a la que le hacíamos dos agujeros con el abrelatas y chupábamos y chupábamos la densa crema azucarada como si fuera el chupete de nuestra niñez.
Mucho antes de eso, en tiempos de nuestros bisabuelos, la leche era un artículo de lujo y solo se consumía en casas con portón y aldaba dorada. Todas las mañanas muy temprano, cabreros de la Vega, de Los Molinos, de los arrabales de Huércal y de Viator, ingresaban por los fielatos la ciudad, por la Carretera de Granada o por las huertas de Los Picos, con sus rebaños de cabras e iniciaban la liturgia del ordeño ipso facto para el desayuno de los señoricos y para el abastecimiento de los cafés del Paseo, apretando las ubres delante del camarero o de la muchacha del servicio doméstico,bajo el aroma de los calostros. Eran esos pastores, proveedores de la blanca ambrosía, que cuando salía el río, tenían que coger a los animales uno a uno con los brazos para sortear el cauce. Esos rebaños, que cuando el buque alemán Admiral bombardeó Almería aquella siniestra mañana de la primavera de 1937, corrieron despavoridos por el ruido y la furia de la metralla, por aquellas calles antiguas de la Almedina y de Las Cruces.
La leche escaseó más si cabe durante la Guerra -aquella Guerra que misteriosamente tanto rememoramos aunque hayan pasado 80 años- y en Almería se montó un dispensario denominado La Gota de Leche en la Plaza de Antonio González Egea, que era atendido por un grupo itinerante de la secta protestante de los cuáqueros para los niños y los enfermos de tisis. Antes aún, la sociedad La Obrera había promovido un consultorio de niños de pecho con amas de cría en el Hospital Provincial para prevenir la desnutrición y las diarreas infantiles.
Con los años, fue desapareciendo la estampa de los cabreros con las pezoneras en plazas y mercados, sobre todo cuando la Junta de Ornato Municipal, tras la Guerra, prohibió que el ganado campara a sus anchas por las calles, dejando el rastro insalubre de las boñigas. Fue entonces cuando los escasos vaqueros empezaron a ganar terreno a los numerosos cabreros y cuando los isocarros fueron sustituyendo a los rebaños. Uno de aquellos pioneros almerienses que contribuyó a popularizar el consumo en la ciudad de la leche de vaca, menos olorosa y más aristocrática, fue José Guirado Rosa, que habilitó a principios de los años 30 una vaqueria en la Huerta de Inglés, en la Carretera de Granada, junto al hoy barrio de Los Angeles, cerca de donde estuvo la gran fábrica de espartos de Mr. Hall que le dio nombre al paraje. Fue Guirado un tratante de ganado que traía vacas y novillos en camiones desde el mercado de Torrelavega y que organizó varias exposiciones y concursos ganaderos, tan en boga entonces, junto a su socio Francisco Muñoz Zorrilla. El arenal de la Rambla se llenaba aquellos días de marchantes que hacían noche en las fondas de la ciudad y armaban establos y corralizas frente al Garaje Internacional, donde los espectadores contemplaban desde arriba las yuntas de vacas estabuladas con las ubres reventonas.
Uno de esos años, José organizó también un desfile de ganado por el Paseo que se asemejó al Arca de Noé, con bueyes, ovejas de karakakú, machos cabríos, potros y yeguas, piaras de cerdos y hatos de patos y oca.
José, oriundo de Tabernas y su esposa María López Ramón, junto a sus seis hijas y sus sobrinos gañanes, llevaban a cabo las tareas de labranza y el cuidado y ordeño diario de las reses, más de dos docenas, en el denominado como Cortijo de las Vacas. Era digno de ver en aquellos años un toro semental de su propiedad, ganador de varios premios y muy cotizado entre los vaqueros por su poderío.
Otras vaquerías y lecherías eran las de Angelica en Cortijo Grande y después en el Zapillo, la de Germán García Fornieles en la Carrera de Tejares, la del Bancal, de los hermanos Luque, también en el Zapillo, la del Cortijo de Damiana en la Vega, la del Cortijo Los Picos, último reducto rural de la Almería vertical. En Viator había hasta media docena, como la de Joaquín Sánchez, que hacía quesos, en Huércal, la de Juan Crespo, en Palomares estaba Pascual Soler y en Vera, la vaquería de Juan el de las Cabras, en Cabuzana, padre del futbolista Nino.
Con el racionamiento, se extendió la picaresca de adulterar la leche con agua y se establecieron rigurosos controles por los municipales que acababan, en caso de fraude flagrante, con la garrafas de hojalata del lechero ambulante rodando por el suelo.
En 1977 empezó a funcionar en el Mamí la Central Lechera de Almería gestionada por la empresa valenciana Cervera, que cerró en 1984 al no poder hacer frente a la venta a granel. En esas fechas, en el cinturón lácteo de la ciudad, aún se mantenían 64 ganaderos y 700 vacas que producían unos 21.000 litros diarios para los hogares almerienses, aunque la leche embotellada fue haciéndolos poco a poco desaparecer. Hoy solo subsiste, que se sepa, la vaquería de los Salinas, en La Cañada, que antes estuvo en La Goleta, la de Exaga, en Níjar, y la de Fulgencio Rodríguez, en Pechina; y si los niños de antes se asombraban al ver un avión, los de ahora se asombran al ver una vaca.
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