La calle de las Cabras podía competir en extensión con la calle Real del Barrio Alto, que para los habitantes de aquel distrito era como un segundo Paseo. La calle de las Cabras nacía en la misma calle Real y ascendía como un río en sentido contrario hacia el norte, paralelo al viejo Camino de los Depósitos. Hasta las primeras décadas del siglo veinte, la calle de las Cabras iba a desembocar en la Carretera de Granada, antes de que llegara la urbanización a esa franja norte del Barrio Alto.
El nombre le venía por haber sido un paraje frecuentado por los rebaños de cabras y los pastores, que allí se juntaban antes de repartirse por la ciudad buscando los puntos de venta. En cierto modo, fue el principal refugio de los cabreros cuando tenían prohibido instalar el rebaño en la calle Real, la gran avenida de los comercios del Barrio Alto.
Durante décadas, la calle de las Cabras mantuvo esa atmósfera de calle rural, ajena a los adelantos de la calle Real, donde la modernidad siempre llegaba antes. Era una avenida secundaria que estuvo marcada por su escasa iluminación y también por su suelo característico de tierra de campo. Cuando llovía se convertía en un barrizal intransitable. Cuando hacía buen tiempo, los vecinos sacaban a las puertas los marranillos que criaban en los patios para que retozaran al sol.
Hasta los años setenta sus vecinos no conocieron el progreso del asfalto ni del alcantarillado y los niños del lugar pudieron disfrutar de la aventura de lanzarse desde arriba en bicicleta con la certeza de que no se iban cruzar con ningún coche.
El estigma de la luz se solucionó tarde y durante muchos años la calle mantuvo aquel anticuado sistema que funcionaba a base de humildes bombillas amarillentas. Cuando a principios del siglo pasado la luz eléctrica llegó al Barrio Alto, la calle de las Cabras no entró dentro de los planes municipales y solo recibió la recompensa de una lamparilla que instalaron en la esquina con la calle Real.
El diez de marzo de 1903, al caer la noche, los vecinos del Barrio Alto salieron a las puertas de las casas para celebrar uno de los grandes acontecimientos de sus vidas, la llegada de la luz eléctrica. En algunos rincones, como era el caso de la calle de las Cabras, la llegada de la luz suponía salir de las tinieblas en las que habían vivido sus gentes hasta entonces, una oscuridad que había sido absoluta ya que en ese paraje olvidado del Barrio Alto no llegó nunca el alumbrado de gas. Aquella noche del invierno de 1903, los habitantes de la calle vieron la luz artificial por primera vez cuando se procedió al encendido de esa humilde lamparilla que colocaron en la esquina con la calle Real del Barrio Alto.
La luz llegó tarde y fue insuficiente desde el primer momento, lo que con el tiempo provocó las continuas quejas de los habitantes del lugar. En junio de 1908, una comisión de vecinos de la calle de las Cabras, encabezada por Cristóbal Losana, Juan Soler González, Juan Moya Castillo, Juan Gómez Álamos y Onofre Santiago, presentaron un escrito ante el Ayuntamiento suplicando que se instalaran cuatro lámparas más en el resto de la calle, argumentando que: “Teniendo la calle una regular extensión y no haber instalado en toda ella más que una sola lamparilla eléctrica a la entrada, el resto de la misma se encuentra completamente oscuro, siendo por el sitio tan apartado de la población un peligro para sus vecinos”, decían en su denuncia y no les faltaba razón.
La falta de luz propiciaba que en las noches sin luna el miedo se apoderara de los lugareños. En 1910 se solicitó más vigilancia en la zona porque varios vecinos habían visto rondar sombras por las inmediaciones de los cortijos, los perros no paraban de ladrar de madrugada y se habían cometido varios robos de animales en patios y corrales aprovechando la oscuridad.
Las presencia de las tinieblas fueron una característica de este rincón y un problema eterno que no llegó a tener solución hasta hace poco más de cincuenta años. Los que fueron niños de la posguerra y vivieron en la calle de las Cabras, recuerdan que en su infancia tan sólo existía una farola, en el mismo lugar donde pusieron la primera lamparilla eléctrica. Tenían la luz que daban las casas, que para los vecinos que estaban acostumbrados a la penumbra, era bastante. A pesar de la escasa iluminación, pudieron disfrutar de la libertad de la calle y de sus afluentes, de los solares de los antiguos cortijos, convertidos en lugares de juegos y del placer de la vida compartida.
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