Fue para muchos almerienses la primera vez que vieron llegar un viaje organizado de turistas, como los actuales que gestiona con ímpetu Javier Carrillo de El Corte Inglés, como los de los sucesivos cruceros de Pullmantur que arriban casi todos los días a nuestro Puerto secular, comandado ahora por Jesús Caicedo.
Eran franceses, esos remotos excursionistas de los que hablo, quienes, a bordo del yate Ile de France, anclaron en el dique de Levante una mañana luminosa de septiembre de 1913. Al frente de la tripulación iba el capitán Maldini, uno de los marinos galos más experimentados de la época. El pasaje lo componían “97 distinguidas personalidades de la capital de Francia” -contaban las crónicas- entre las que figuraban literatos y científicos de relumbrón, con sus familias, en un tour por el Mediterráneo organizado por la influyente Revista General de las Ciencias de París. Dirigía la excursión el prestigioso escritor hispanista Ernest Martinenche y el secretario Lucien Roullet y habían partido de Marsella, haciendo escala en Almería, para después continuar hacia Gibraltar, Tánger, Tremecén, Rabat, Agadir y Casablanca, en una ruta norteafricana, como si el espíritu de la antigua Bayyana estuviese más próximo al embrujo magrebí que al carácter europeo.
La numerosa expedición fue poniendo pie en el Muelle para visitar la ciudad del esparto y las legañas, dejando en los camarotes esas maletas enormes con las que se viajaba a principios de siglo como si no hubiese un mañana, llenas de enaguas y de corpiños, de mosquiteras y tabletas de aspirinas, de gramolas y de aquellas guías de viajes primerizas diseñadas por Thomas Cook, el ‘inventor’ de los viajes modernos.
Hoy en día, ningún almeriense acude a la dársena cuando anclan barcos de recreo a ver a cruceristas, aparte de que hay una verja carcelaria que lo impediría. Pero en ese tiempo de antes, una de las aficiones de nuestros abuelos era acudir al fondeadero cuando veían aproximarse desde el horizonte algún barco de porte distinguido.
No habían llegado aún los tiempos del Mesón Gitano, ni los de la guitarra de Richoli, ni los del sol y playa y los vuelos de alemanes de Rossell y para nuestros paisanos de entonces, un turista era algo tan exótico como eran ellos para él. En el dique, por tanto, aguardaba con expectación la concurrencia esa mañana temprano, con ojos atentos, mientras por las escalerillas del yate de recreo empezaron a bajar damas con sombrilla y repelente para insectos en la mano y caballeros con bastón y salacot, endomingados en traje de algodón y calzados con zapatos de charol, como si fuesen a dar un paseo por Montmartre, cuando lo que iban a hacer era escalar por calles polvorientas hasta las ruinas de la Alcazaba moruna. Iban algunos con su sobrecito de rapé en la solapa para los desmayos, cegados por ese sol africano que se colaba sin compasión por entre las desnudas palmeras del Malecón; iban las señoras con su agua tónica en la mano, con sus pañuelos de hilo, con sus corbatines femeninos, mirando a los nativos, observándose mutuamente, como cuando en las películas de Tarzán, los blancos aterrizaban en un poblado indígena.
Caminaban con elegancia parisina, alguna dama con gato persa en las manos, entre carros de bueyes sujetados por gañanes tiznados de hollín, que descargan esparto frente la bodega de un pailabote. Recorrieron las principales calles, la Catedral, el Ayuntamiento y unos pocos subieron a la Alcazaba donde, se sentaron en los muros calientes a divisar San Telmo y se hicieron fotos kodak bajo el arco gótico del primer alcaide Gutierre de Cárdenas.
Otros pasaron por la calle de Las Tiendas, donde compraron souvenirs, desembocaron en el Paseo y frente a la zapatería de Tomás Terriza, se encontraron con “un grupeto de gitanos en la acera, con tenderetes y cachivaches, durmiendo y comiendo buñuelos, rodeados de moscas y domesticando insectos”, dejó escrito después, en los apuntes publicados en el boletín de la Revista, un tal Auguste Dubois, en funciones de relator del viaje. También se mostraron sorprendidos de que el agua se vendiera en la calle a voz en grito por aguadores -¡agua fresca llevo!- portada en barriles amarrados al lomo de dóciles burrillos.
Algunos de los excursionistas continuaron hasta el Quemadero con el auxilio del cochero Pepe Muriana, donde siguieron tomando apuntes y haciendo fotos, hostigados por una prostituta motejada ‘la Sevillana’ que les lanzaba maldiciones.
Antes de embarcar de nuevo para Tánger, tras esa visita relámpago urcitana, Martinenche y Roullet despacharon con el alcalde Braulio Moreno, con el cónsul francés Paul Cazard y con el canciller, Miguel Gallardo, a quienes regalaron coñac.
Después, una de las familias viajeras, legó un archivo de fotos de ese viaje, que se conservan en la Biblioteca Nacional de Francia, así como apuntes con letra apretada de las impresiones que les produjo a un grupo de cosmopolitas franceses esta tierra de tarantas y tempranos.
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