Para que se suspendiera un partido tenía que ocurrir un cataclismo o que el agua le llegara a los jugadores hasta las rodillas. Se jubaba aunque el campo fuera un lodazal, aunque los futbolistas se convirtieran en personajes irreconocibles bajo una capa densa de barro que les desfiguraba hasta las caras. Se jugaba porque el público había pagado su entrada y al respetable no se le podía engañar. Se jugaba aunque faltara la luz del día en esos campos de dios donde los focos parecían bombillas.
El fútbol, como la misma sociedad, ha ido cambiando con los años, adaptándose a los gustos y a la estética de cada época. Hace cuarenta años se tenían menos en cuenta las formas y el juego conservaba parte de la épica que había heredado de los años cincuenta, cuando las estampas representaban a futbolistas con las cabezas vendadas y el público disfrutaba con los alardes de raza de sus jugadores.
Era un fútbol más bronco porque el reglamento era más permisivo con la dureza. Hoy día una entrada por detrás puede llegar a ser tarjeta roja, mientras que antes era complicado hasta que un árbitro mostrara la tarjeta y los delanteros tenían que vivir bajo el yugo de los temidos ‘leñeros’, que los había en todos los equipos, hasta en los de barrio. Todos teníamos señalado a algún niño con el que nunca queríamos enfrentarnos para evitar sus patadas.
Tampoco importaban tanto los escenarios como ocurre ahora. Era impensable que un partido se pudiera suspender por la lluvia o por el mal estado del terreno de juego. Hoy, si un campo tiene charcos no comienza el partido hasta que no se se quede completamente seco e incluso se ha llegado a suspender por resultar peligroso.
En Almería, a lo largo de los últimos años de historia no hemos tenido que sufrir partidos en campos infames por la lluvia, aunque sí los ha padecido el equipo en algunos desplazamientos. Uno de los más recordados fue el disputado en el campo del Cacereño un 2 de enero de 1977. El Almería llegaba como líder a Cáceres y lo estaban esperando. Había estado lloviendo desde el sábado, pero el terreno presentaba un aspecto lamentable.
Los futbolistas rojiblancos, acostumbrados a la hierba seca del Franco Navarro, y a mover el balón lo más cerca posible del suelo, se echaban las manos a la cabeza cuando pisaron aquel barrizal. Gregorio, que era el delantero centro del Almería, recordaba siempre una anécdota de aquella tarde. Contaba que por entonces él se había dejado una barba cerrada con su correspondiente bigote, haciendo juego con la melena. Con aquella estampa, cuando llevaba veinte minutos de partido, parecía el hombre de las cavernas en su estado más puro. El barro le cubría desde los pies hasta las cejas. No se veía ni el escudo de las camisetas y los jugadores tenían que acudir constantemente a la banda para echarse agua en la cara y limpiare los ojos.
Lo que sí conocimos en Almería fue algunos encuentros en los que la lluvia puso pesada la hierba del Franco Navarro, pero sin llegar a extremos épicos. El primer partido oficial que se disputó en el nuevo campo, en septiembre de 1976, tuvo como protagonista la fuerte tromba de agua que cayó por la mañana en la ciudad. Una parte del terreno de juego, sobre todo las áreas, quedaron inundadas y los empleados del club tuvieron que estar achicándola desde las tres de la tarde para que se pudiera disputar el encuentro. Al final se tuvo que recurrir al viejo recurso del serrín para cubrir las lagunas que se formaron.
El césped quedó bastante deteriorado y le costó mucho recuperarse porque cuando se fueron el agua y el barro quedaron calvas importantes en algunas zonas, donde durante meses no creció la hierba. En aquellas circunstancias, tirarse al suelo era una aventura y saltar, una misión imposible porque cada jugador pesaba tres o cuatro kilos más por el barro de la ropa y el que se le metia dentro de las botas calándole las medias.
A veces, cuando los sufridos jugadores llegaban a los vestuarios cubiertos de barro y sin aliento, se encontraban con la sorpresa desagradable de que no tenían agua caliente para ducharse.
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