En el mes de junio de 1909 el joven médico almeriense Juan Antonio Martínez Limones obtuvo la nota de sobresaliente en el examen de reválida realizado en la Facultad de Medicina de Granada. Dos semanas después regresó a Almería con su título debajo del brazo dispuesto a hacer carrera. Al llegar, lo primero que hizo fue presentarse en el Ayuntamiento para ofrecer sus servicios de forma voluntaria en el Hospital de Sangre que estaba en proyecto.
El joven doctor era de naturaleza inconformista. En su afán de aprender no dudaba en desplazarse a Granada, a Valencia, a Madrid, para participar en cursos y conferencias. En septiembre de 1910 se fue a la capital de España para estudiar la nueva fórmula que el doctor Ehrlich había inventado para el tratamiento de la avariosis, la temida y mortal sífilis. La peste moderna, como también se conocía a esta enfermedad, seguía causando estragos en Almería en los primeros años del siglo veinte, afectando sobre todo a un porcentaje elevado de las prostitutas. También se cebaba con hombres jóvenes, especialmente militares, por lo que en el Cuartel de la Misericordia se dictaron normas para intentar evitar que los soldados visitaran los burdeles de la ciudad, en especial los lupanares de peor reputación en los que la promiscuidad y la falta de higiene los convertían en lugares muy peligrosos para el contagio.
En diciembre de 1910, el Ayuntamiento de Almería hizo un reconocimiento público a los doctores Martínez Limones y Eduardo Pérez Cano por los estudios realizados sobre el célebre invento del doctor Ehrlich, un preparado llamado el ‘606’.
Habían asistido como médicos invitados a las primeras pruebas que se habían realizado en el Hospital de San Juan de Dios de Madrid, en las que se había ensayado el nuevo medicamento con varios enfermos, obteniendo resultados muy beneficiosos. Con lo aprendido en la capital de España, Pérez Cano y Martínez Limones se presentaron en Almería para dar a conocer las buenas noticias que llegaban en la lucha contra la sífilis. Creían que se trataba de un gran progreso, puesto que los enfermos que habían visto en Madrid habían sido rápidamente curados de sus accidentes sifilíticos, “aunque persistían en ellos el agente infectante de la sífilis y la llamada reacción positiva de Wawserman”.
El día de Nochebuena de 1910 se aplicaron en la sala de operaciones del Hospital Provincial de Almería dos inyecciones de la fórmula del doctor Ehrlich o del ‘606’. La primera cura se practicó a un enfermo con sífilis en periodo terciario, y corrió a cargo del médico don José Gómez Rosende, quien puso al paciente dos inyecciones, una en la región glútea izquierda y otra en la espalda. La segunda inyección se la puso el doctor Eduardo Pérez Cano a un joven de dieciocho años con sífilis polimorfa. La noticia de estos ensayos corrió como la pólvora en la ciudad, donde ya se hablaba de un medicamento prodigioso para curar la temida sífilis. “La gran masa charla por los codos en los tabernuchos, en las sacristías, en los Casinos, en los cafés, en los teatros, discutiendo la virtud curativa del 606 o afirmando que sus efectos son milagrosos. ¿Procede así la gente por noble curiosidad y amor a la ciencia?...No; procede así por egoísmo, por terror, por esperanza. La tercera parte de los españoles necesita inyectar en sus venas el preparado de Ehrlich; hay muchos miles de litros de sangre azul podrida y muchos millones de litros de sangre roja envenenada”, contaba un artículo en la prensa de aquellos días.
En ese invierno de 1910, el doctor Martínez Limones comenzó a aplicar la nueva fórmula del ‘606’ en la clínica particular que había puesto en marcha en el número nueve de la calle Terriza. El tratamiento no estaba al alcance de cualquier paciente debido a su alto coste.
Unos meses después de los primeros ensayos con el ‘606’, el Laboratorio Municipal hizo un estudio sobre la incidencia de la enfermedad en Almería. Su director, don Fausto Lagasca Rull, aseguraba que “los resultados obtenidos son una expresión elocuente de la gran extensión que la sífilis tiene en Almería y del descuido patente en que se encuentra la prevención del contagio. Esto se traduce en una gran mortalidad infantil y en unas generaciones raquíticas que continuamente acuden a las consultas en demanda de medicación”.
El señor Lagasca llegó a la conclusión de que no había otro remedio de luchar contra la enfermedad que mediante la prevención para evitar el contagio, ya que el tratamiento con las inyecciones del ‘606’, recién estrenado, y con grandes resultados “es hoy día muy caro y al alcance de sólo posiciones económicas desahogadas”.
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