Esa tarde de canícula y limonada del verano del 69, Almería entera se echó a la calle. La muchedumbre, que taponaba la calzada del Paseo, entre la Plaza de Juan Cassinello y los veladores de la Cafetería Castilla, quería ver en directo en qué se iba a convertir en unos minutos el vetusto Kiosco de la música.
Había bajado ya el sol ese 31 de julio, pero no entraba ni chispa de corriente por la Plaza Circular y las frente y las axilas de los asistentes se empapaban de sudor, sobre todo entre los representantes municipales y gerifaltes varios que aparecían con chaqueta y corbata, porque en el acto había un ministro de por medio. Entre los concurrentes, bajo la copa pelada de los árboles estivales, se apreciaba a miembros de la policía urbana con su uniforme de gala y casco coronado de plumas, a algunos concejales como Antonio Pérez Yglesias- el confitero del Barrio Alto- o al Hermano Julian, profesor de francés de La Salle, con el baberito en el pecho.
A la tribuna de oradores se habían subido prestos el alcalde, Francisco Gómez Angulo, el Gobernador Civil, Juan Mena de la Cruz, subsecretarios, delegados provinciales, el vicario de la Diócesis y el esperado ministro de Educación, el valenciano José Luis Villar Palasí, una de las figuras claves de los tecnócratas del tardofranquismo, padre de la reforma educativa que trajo consigo la EGB y el BUP. Con toda la pompa y boato del mundo, derramó el vicario un poco de agua bendita con el hisopo, frente a los tocadiscos y transistores del escaparate de Radio Sol y el calzado de la Zapatería Salas, interpretó la banda municipal el Himno Nacional y procedió el ministro, con una cuerda, a descorrer el paño de la estatua que se encontraba cubierta por la bandera de España.
Sonaron los acordes del fandanguillo de Almería entre vítores y aplausos de los almerienses, que, con ligereza, se habían ya olvidado del viejo Kiosco, de los conciertos dominicales, del mingitorio que había debajo, para saludar con efusividad al nuevo monumento consagrado al noble oficio de maestro.
Tras los discursos de las autoridades y las despedidas de rigor, se fueron despejando las aceras del centro de la ciudad y fue cayendo la noche y la madrugada de esa jornada festiva y ahí quedó hasta ahora la figura nívea de ese maestro, de ese educador, sin formas, casi manco, con la testuz amagada, mostrándoles un libro a una pareja de infantes sentados en la jardinera.
Almería hacía así uno de los primeros guiños que se hacían en España al maestro eterno, al maestro rural de toda la vida, el que aparecía en las páginas de Machado, tras los cristales, en tardes pardas y frías, al maestro que vimos representado en Fernán-Gómez en La Lengua de las mariposas, al maestro heredero de la Institución Libre de Enseñanza, al que adosa duda, no solo fe, a las mentes infantiles, al que cobraba una miseria a cambio de hacer prender la llama de la inteligencia, al educador, que sigue ahí, casi anónimo, entre los almerienses, desde hace ahora medio siglo.
El autor de la obra fue Jesús Martín Lao, un almeriense que estudio Bellas Artes y fue profesor de dibujo. El Ayuntamiento, que había derribado con la piqueta unos meses antes el kiosco, por su mal estado, había pavimentado el espacio con mármol blanco y rojo, había colocado bancos, jardinera y una escalinata de acceso frente al edificio de Correos.
Pero necesitaba un broche final que hermoseara el remozado espacio y decidió encargar entonces una estatua homenaje al maestro, coincidiendo con los nuevos aires de la enseñanza, simbolizados en el nuevo Libro Blanco de la reforma educativa de Palasí. Martín Lao se afanó para tener a tiempo el monumento, picando de noche la piedra de Novelda, en el improvisado taller que le había cedido el Ayuntamiento en la nave municipal de Los Bomberos.
Cuando hubo terminado, se colocó el busto tapado con unas cajas para que nadie lo viera hasta la llegada del ministro, mientras los almerienses que caminaban a diario por la acera se preguntaban qué leche era aquel ingenio que habían instalado allí, frente al edificio de Banesto y Confecciones Fadrique, en lo que había sido la Plaza de los pitos.
No hubo pena en ese momento entre la ciudadanía, por tanto, por el derribo del kiosco diseñado por Langle y colocado en la Plaza de Juan Cassinello durante la Feria de 1935, ese ambigú sombreado que tantos conciertos albergó en las plácidas mañanas dominicales, cuando enfrente tenía aún el Colegio de Jesús, de Navarro Darás.
El ministro valenciano se fue como había venido y el Educador almeriense quedó ahí varado hasta hoy, acompañado en sus primeros tiempos por chavales que se citaban allí para iniciar las tardes sabatinas, entre hippies cargados de greñas y de sacos de dormir, con perros como anestesiados, entre borrachos con un cartón de vino siempre a mano , entre repartidores de propaganda y de banderitas de la Cruz Roja; sigue ahí soleado nuestro pétreo educador, el espíritu del maestro ejemplar que todos hemos tenido alguna vez, junto a ese surtidor que en los días de viento rocía con descaro a los transeúntes, testigo de tantas manifestaciones juveniles en tiempos del ¡Otan no!, de tantos mítines improvisados con tómbolas sociales y pancartas de apoyo a la Reforma Política.Allí se celebraron en los años 70 los Días del Libro de Artero y allí, junto a la piedra blanca , tuvo su kilómetro cero aquel emocionante movimiento del 15M, del que han pasado ya ocho años: de cualquier cosa hace de pronto mucho tiempo.
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