Uno de los ruidos que me despertaban de madrugada cuando era niño era el que hacía el carrillo del barrendero cuando a las seis de la mañana bajaba por mi calle camino de la Almedina. El sonido de la escoba por el suelo, el ruido que hacía el recogedor de lata cuando tocaba los adoquines y la conversación del barrendero con todo el que pasaba, me mantenían en vela durante unos minutos en esa franja de tiempo, antes del amanecer, en la que más se disfrutaba de la cama.
Arropado entre las sábanas siempre llegaba a una conclusión cada vez que pasaba el hombre de la limpieza: yo nunca sería barrendero para no tener que levantarme de noche. Tal vez, mi pasión por los días de lluvia tenga algo que ver con la figura del barrendero, ya que en las madrugadas de tormenta no pasaba el barrendero y esa noche podía dormir sin interrupción.
Los barrenderos eran los encargados de abrir las calles a esas horas de la madrugada en las que sólo se veían a los pescadores medio dormidos camino del puerto y a los cargadores de la alhóndiga que estrenaban el anís y el coñac en los bares que rodeaban la Plaza. Los barrenderos pasaban a las cinco y media hacia el local de la Policía Urbana, que durante más de medio siglo estuvo situado detrás del ayuntamiento, en el mismo edificio donde tenía su sede la perrera municipal. Era un caserón de dos plantas. Abajo estaba el cuartelillo del servicio de limpieza, donde guardaban los carros, las escobas y los recogedores, y al fondo, el patio de las torturas, con un pilón de agua en medio donde iban a parar los perrillos callejeros. En el piso de arriba estuvo, desde 1942, la sala donde todas las tardes ensayaba la Banda de música. Cuando empezaban a sonar los instrumentos, los animales dejaban de ladrar y el aire se llenaba de la magia de aquellas notas y silencios que durante años fueron la banda sonora del barrio.
Los barrenderos trabajaban desde las seis de la mañana hasta la una de la tarde, mientras que la Policía Urbana, que se encargaba de recoger los perros por las calles, hacía sus servicios durante todo el día. Una de las imágenes más tristes de mi infancia era ver pasar por mi calle el Isocarro con la jaula cargada de perros cautivos. Aquellos animales llevaban el miedo en los ojos y saltaban desesperados entre los barrotes de hierro, intuyendo su destino.
Los barrenderos eran un ejemplo de puntualidad. A las seis en punto pasaban con sus carros rumbo a los barrios. Había bares que abrían a las cinco de la mañana para atender exclusivamente a estos trabajadores de la limpieza. El Montenegro, de la Plaza Granero, mantuvo hasta hace diez años esa tradición de abrir de madrugada. Cuando en los años sesenta el ayuntamiento abrió un segundo cuartelillo en la entonces Avenida Vivar Téllez, hoy Cabo de Gata, el bar de los desayunos de los barrenderos de esa zona fue el ‘Mediterráneo’, un establecimiento mañanero entre el garaje Trino y la herrería de Carmona. El nuevo cuartelillo ocupó una de las naves de Térmica Vieja.
Al terminar la guerra civil hubo que rehacer el equipo de barrenderos, que fue creciendo año tras años hasta alcanzar, en 1950, los sesenta operarios y seis cabos. Al frente del servicio estuvo, en aquellos años, Francisco Rodríguez, brigada de la Guardia Civil, y Joaquín Pardo, del cuerpo de Carabineros.
El material era todavía bastante rudimentario. Disponían de un parque móvil primitivo, compuesto por carrillos de tres ruedas donde llevaban los depósitos para la recogida, y de varios carros de mulas que se encargaban de ir recogiendo a las brigadas de trabajadores que operaban por la periferia.
Tenían un completo arsenal de escobas, hechas especialmente para los barrenderos en la fábrica de escobas ‘San José’, que el empresario Juan Giménez Martínez tenía establecida en el piso bajo del antiguo Liceo, entre la calle Real y el Hospital.
Además del carrillo y la escoba, cada operario llevaba una pequeña regadera de zinc con la que iba mojando las calles de tierra antes de barrer para no levantar polvo.
Los barrenderos recorrían todos los días, excepto los domingos, las calles del centro y los barrios principales, pero a la periferia, a los lugares más alejados, sólo iban una vez en semana, por lo que había lugares que se convertían en auténticos estercoleros. Entonces entraban en escena las brigadas de limpieza de seis operarios, que un día a la semana se dejaban ver por la zona de Araceli, La Chanca, Ciudad Jardín y el Zapillo. Al final de la jornada, cuando terminaba el servicio, otro funcionario se encargaba de ir con el carro de mulas recogiendo a las brigadas que estaban distribuidas por los distintos escenarios.
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