Una mañana de enero de 1985, una enfermera jovencita traspasó por primera vez las columnas toscanas del vetusto hospital y ya no se volvió a ir hasta veinte años después. Desde ese primer día, a pesar de tener poco más de veinte años y nula experiencia, ya sabía lo que tenía que hacer: ponerse a las órdenes de las monjas y empezar a distribuir la medicación a los enfermos, pinchar el Nolotil, cambiar las cuñas y ventilar las habitaciones. Y entre ese maremágnum de tareas propias de enfermeras en un centro como el Hospital Provincial, a Ana García Vílchez, alias Kica, se le ocurrió también llevar un dietario de anécdotas, un prontuario donde relatar los aconteceres diarios, los hechos sencillos en una comunidad forjada por el carácter de los pacientes, de las monjas, de los médicos, de los familiares de visita y de las enfermeras.
Antes de que se olvidara de ese ramalazo que tuvo ese primer día, corrió Kica a la papelería Santo Domingo a comprar una libreta de anillas que depositó como un libro de bitácora en un cajón de la sala de Medicina Interna, en la cuarta planta.
Ahí estuvo dos décadas enteras ese bloc de tapas verdes, recibiendo anotaciones cotidianas de Kica y de sus compañeros enfermeros, siendo el paño de lágrima, el confesor mudo que no ordena penitencia, el amigo campechano que soporta la escritura de todo tipo de sentimientos. Por ese cuaderno, por esa ocurrencia de levantar acta que tuvo la enfermera Kica, comprobamos hoy cómo de distinto era un hospital almerienses de hace tan solo 35 años, cómo de rudimentario, cómo de elemental todo lo que tenía que ver con la vida y con la muerte y con la enfermedad medianera acechando.
El Hospital Provincial de los años 80, que ha cumplido ya 500 años de historia y que pronto albergará en sus tabiques obras de Antonio López, de Sorolla y de Golucho, era entonces como un galeón varado en pleno centro de la ciudad antigua, gobernado por las Hermanas de la Caridad: Sor Dolores Baena, Sor Fuensanta, Sor Antonia, Sor Rafaela, Sor Clara y otras tantas religiosas que tenían sus propios aposentos encima de la capilla que mandara construir el filántropo Bendicho.
Era el Hospital de toda la vida de Almería, construido en 1556 y atribuido a Juan de Orea, antes de que en 1949 se estrenara la clínica del 18 de julio y que en la década de los 50 se inaugurara La Bola Azul, entonces en los confines de la ciudad.
En ese hospital se atendía en esos años 80 a los enfermos de la beneficiencia, a los militares y a los ancianos sin recursos que no tenían Seguridad Social. En 1985 fue cuando la Diputación, administradora del centro, convocó las primeras oposiciones a enfermeros. Y de una tacada llegaron esas primeras jovencillas y jovencillos recién salidos con su diplomatura de la Universidad: entre ellos, Angeles Alarcón, Nicolás Galdeano, María Dolores Sánchez, Olga González, Marisa Giménez, Mar Aguilar, Ana Vela que trabajaron con médicos como José Joaquín Pitín, García Giralda, Pedro Mirón, Ignacio Soria o Carmelo Salinas.
Recuerda Kica en su dietario, en esas páginas escritas con prisa, entre inyección e inyección, entre electro y electro, cómo no tenían aún ni uniformes, tan solo una bata que tenían que ponerse encima de la ropa de calle; cómo las pastillas, las monjas las tenían distribuidas por colores, no por nombres; cómo los enfermos salían al claustro a fumar a escondidas entre la columnata; cómo aún no había celadores para sostener una camilla o desplazar una silla de ruedas.
Cuando llegaron esos jóvenes enfermeros no daban pábulo a algunas de las cosas que veían: un canario, como mascota, en una de las salas corridas de enfermos que había entonces, al que las monjas alimentaban con una ración de alpiste diario. En 1983 se había abierto ya Torrecárdenas, el hospital que nos unía a los almerienses con la modernidad, mientras en el Provincial -en el viejo Provincial donde Kica escribía con su puño y letras las anécdotas del día- aún tenían una mesa de autopsias como tablero donde se repartían las comidas. En unos relatos deliciosos, Kica nos habla de los berrinches con las hermanas porque no querían cambiar los hábitos sanitarios que habían aplicado durante centenares de años, a pesar de los intentos del nuevo director médico, Fulgencio Godoy.
Todo era siniestro, al principio, en ese hospital, escasamente alumbrado por las noches, solo unos pocos focos en las habitaciones y unos pasillos fúnebres. Entonces los hombres estaban aislados en una gran sala corrida y las mujeres en otra y en medio de cada una habitación acristalada, como una jaula, para los más graves, en proceso de morir. La vida y la muerte tan cotidiana siempre entre esas paredes y Kica y tantas como ella siempre dispuestas para acercar la risa a los labios de un paciente sin esperanza. La vida real, narrada en esas hojas cuadriculadas como la fe de un notario, la vida auténtica, la de verdad, con la humanidad siempre a flor de piel: los nacimientos, el dolor, la dicha por la curación de un familiar, el desconsuelo por el final sin solución. Y después, los regalos de los enfermos sanados a los médicos y a las enfermeras: un ramo de flores, una caja de bombones, pero también un papelón de sardinas, una bolsa de camarones o unos inocentes garabatos de agradecimiento.
Como las historias en el barracón de los militares y en el de los ancianos más desposeídos, sin familia, que se levantaban de noche con el suero, que tropezaban y caían al suelo; como los llantos de aquellos que no tenían consuelo, como tantas y tantas estampas de santos y vírgenes que se recogían de la cabecera de cada cama cuando el enfermo se marchaba. Casi todo el santoral unido contra enfermedades, algunas ya extinguidas, como la tuberculosis, la lepra, la meningitis, las fiebres botonosas.
Veinte años de anécdotas sin desperdicio, en los que Ana García Vílchez nos relata cómo algunos enfermos se guardaban chuscos de pan en los bolsillos del pijama, cómo los pobres se negaban a irse porque allí comían tres veces al día, estaban aseados y dormían sobre sábanas limpias.
Los baños eran comunes para las salas corridas y subsistían aún aquellas viejas escupideras de porcelana debajo de las camas de hierro pintadas y repintadas con un barniz de siglos, el frigorífico con cerradura y la vajilla como la del Cuéntame. Y por las noches los hombres internos jugando a las cartas a escondidas sobre las camas y las mujeres en su pabellón regañando por qué canal de la tele tenían que ver, aunque solo existían, entonces, la primera y la segunda cadena.
Todo eso duró hasta enero de 2005, cuando se cerró la hospitalización de pacientes, veinte años después de que ingresara por primera vez por la puerta aquella jovencilla enfermera, que dejó muchas de esas historias cotidianas por escrito, después de años viendo la vida y la muerte una al lado de la otra, en ese viejo Hospital Provincial, el Hospital que fue de Santa María Magdalena, que ahora se convertirá en un museo único en España.
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