Mercedes Cassinello Pérez era una más de aquellas muchachas almerienses con manguitos que trabajaba de telefonista en la calle Navarro Rodrigo poniendo las conferencias que solicitaban los abonados. Una tarde de la primavera de 1956, sin que ella llegase a imaginarlo entonces, iba a hacer un poco de historia. Se le había abierto el apetito y no había traido bocadillo en la cesta y tuvo entonces un arrebato, un gesto de libre albedrío femenino, inédito en esa ciudad que mediaba el siglo XX: salió de la oficina con ligereza, caminó unos metros y abrió las puertas del Quinto Toro y fue como descubrir un nuevo mundo. Cesó de pronto el bullicio masculino de la barra, se masticó un silencio espeso durante unos segundos que parecieron minutos y sonó la voz cantarina del patrón Juan Leal preguntando con naturalidad: “Qué quiere tomar la señora”.
Hoy en día puede parecer un acontecimiento irrelevante, una pequeña nueva cosa que se produjo hace 63 años, pero a partir de ahí se estrenó un flamante paisaje en la hostelería local.
Hasta entonces, hasta que a Mercedes, la nieta del médico Eduardo Pérez, no le picó el hambre una tarde cualquiera de ese año cualquiera, las mujeres no entraban en los bares, como no gastaban pantalones, como no abrían cuentas en un banco, por prejuicios, por el qué dirán o porque ninguna otra mujer lo había hecho antes.
Mercedes pidió esa tarde tinto con sifón y un plato de atún con pimientos morrones apoyada en la barra, como una pequeña conquista, como solo los hombres lo habían hecho hasta entonces. El silencio dejó paso instantes después de nuevo al vocerío de los clientes, como si no hubiera pasado nada, entre los los carteles taurinos, bajo la cabeza de Ranito, aquel toro que mató Domingo Ortega, sosteniendo con alegría los catavinos de Fino y Manzanilla, y al fondo, el único retrete que había, para caballeros, porque nadie había imaginado que pudiera entrar una mujer.
Allí, en esa tarde entrañablemente pionera, en uno de esos taburetes de madera de la bodega almeriense, estaba convidándose el joven Alfonso Soler Turmo, que luego fue su marido, y otros jovenzuelos de la época como Julio Arcos, Paco Tara, Paco Torres y Enrique Rocafull, alumnos de La Salle.
Hasta entonces, las mujeres no entraban a los bares de hombres, a bodegas como esa de Juan Leal -que aún subsiste en manos de sus hijos y de sus nietos- como la de Tebar, La Reguladora, el Montenegro, Puerto Rico, El Observatorio, La Flor de LaMancha o Casa Puga, otra superviviente. Pero desde esa tarde inicíatica, Mercedes repitió cada día el ritual de ir a merendar al Quinto Toro, y con ella, poco a poco, el resto de sus compañeras de Telefónica, como Carmina Leal, Isabel Escobar, las hermanas Garrido, Loli Sánchez-mujer de Pepe Lápiz-Rosa Romera o Carmen Santaolaya.
Juan Leal se acostumbró pronto a esa nueva clientela femenina y sobre todo siempre guardó un borbotón de afecto por esa pionera a la que llamaba reina. Cada tarde desde entonces, una parte de la barra estaba reservada a las muchachas de la Telefónica, que entre vino con gaseosa, daban cuenta de tapas de asadura, de callos o de pipirrana, contándose las incidencias de la jornada, de los problemas de cableado con Madrid, del reparto de turnos, mirando de reojo a los muchachos con los que algunas se casaron años más tarde.
No fue casual que Mercedes se atreviese a dar ese paso. Como niña huérfana que era en una familia numerosa, había tenido que espabilarse por su cuenta: primero yendo a estudiar a un colegio en Aranjuez, en un tiempo en el que las niñas no solían salir de la ciudad. Estaba acostumbrada a coger trenes, a moverse en ambientes desconocidos y a prepararse unas oposiciones que le proporcionaron un empleo fijo.
En El Quinto toro, con la complicidad de Juan Leal, fueron mezclándose las pandillas masculinas y femeninas, y ya se fue extendiendo, como una mancha de aceite, la costumbre de que las mujeres, en vez de pasear calle arriba, calle abajo, también podían entrar a alternar en los bares, como si fuesen varones, a tomarse un Jumilla, a hablar de toros o de fútbol o de los programas de feria o de carnaval. Se había abierto la veda precisamente en esa botillería de Navarro Rodrigo esquina con Reyes Católicos, ese santuario de la tauromaquia que había fundado Juan Leal Espinar (Melilla, 1925-Almería, 1994) en 1949, un arrepentido novillero que no consiguió sentar cátedra en los ruedos, pero sí tras la barra, cambiando el traje de luces por el mandil blanco inmaculado y los trastos de matar por el trapo con el que niquelaba las copas de vino hasta dejarlas de estreno.
Mercedes había contribuido a romper el hielo y la clientela se le multiplicó al bueno de Juan y ya empezó a aumentar el número de tapas, a introducir los huevos con papas a lo pobre, los higadillos, el arroz, la berza, todo a partir de la cocina de olla que le preparaba su madre, María Espinar Gómez, con unas recetas únicas que transmitió luego a la mujer de Juan y más tarde a sus nueras, hasta hoy.
Juan nació en Melilla por la circunstancia de que su padre, Juan Leal López, era banderillero, y en esa época se celebraban muchas corridas en esa zona del Norte de Africa. Cuando volvieron a Almería, su madre se empleó como cocinera de los Dominicos y él entró de aprendiz en la Zapatería Plaza, en el Café Español, y a poco pasó a ser empleado del Montepío.
Pero tenía, como su padre y su tío Manuel, el gusanillo de los toros y se fue a Jerez, a una finca de Alvaro Domecq y cuando volvió le habían sustituido en el trabajo. Comprobó que iba a ser muy difícil vivir del toreo para él y decidió abrir una taberna de vinos, en un local que era la cochera del psiquiatra José Arigo, en una casa que había sido también la de la familia de consignatarios López Gay. Juan se fue ganando poco a poco a la clientela, con su bonhomía y como templo de reuniones de aficionados al toreo y de catadores de buen fino y manzanilla.
Pero ese ambiente exclusivo de hombres, bajo las riendas del auriga Leal, lo democratizó aquella Mercedes, con ese arrebato de hambre que tuvo aquella tarde de primavera cuando hizo lo más natural: ir al bar más cercano a saciarse.
Hoy, Mercedes y su marido Alfonso, un antiguo capitán mercante, ex senador e hijo de fiscal de tasas, aún siguen bajando las escalerillas del Quinto Toro, como hace más de 60 años. Y aunque ya no esté el añorado fundador, tras plantarle un beso a sus vástagos Curro y Manolo, siguen haciendo lo mismo que el primer día: pedirse sus vinos y su tapa de asadura y tras finalizar, dejar sitio en la barra , una barra solemne en la que se atiende con altivez callada, por la que parece que no ha pasado el tiempo y en la que se diría que aún flota el espíritu del gran Juan Leal.
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