Había terminado la guerra y había empezado la batalla por sobrevivir. Cientos de familias procedentes de las zonas rurales llegaron en aquellos primeros años de la posguerra a la ciudad en busca de un porvenir. Uno de ellos fue un joven empresario de El Chuche, que tras una aventura comercial en el pueblo de Abla, se lanzó a la aventura de montar una confitería en una de las calles principales de Almería como era entonces la Almedina.
José Sáez Rosales alquiló un local en el número cuatro, en la esquina con la cuesta de Molino Cepero, lindando con la boca de entrada al refugio que los vecinos del barrio habían construido para esconderse durante los bombardeos.
Tenía un obrador dentro y un amplio mostrador donde su mujer, Purificación Valverde, despachaba al público. Aunque eran tiempos de escasez, la gente se gastaba lo poco que tenía en comer; para muchos, un simple bollo de azúcar o un merengue eran un placer incomparable, el pequeño lujo de los domingos y de los santos.
La experiencia en la Almedina le sirvió de aprendizaje para afrontar nuevos retos. José Sáez Rosales era un industrial ambicioso que además tenía que sacar adelante una familia numerosa. En 1950 tomó la decisión más importante de su vida y dio el salto del barrio al centro. Tuvo claro que había llegado el momento de progresar y no dudó en meterse en un pequeño local que se había quedado libre en la Puerta de Purchena, en la acera de las máquinas Singer y la perfumería Venus, a tan solo unos metros del histórico establecimiento de La Sevillana, la gran confitería de la ciudad que acababa de cerrar sus puertas. José Sáez vio en ese momento la gran oportunidad de establecerse en el corazón de Almería, donde estaban los mejores, y puso en escena la confitería Niza. Este cambio de lugar vino acompañado de un salto cualitativo que empezó en el momento en que contrató para su nuevo negocio al que había sido el maestro del obrador de La Sevillana, el prestigioso confitero Juan Antonio Salvador César.
La aventura fue un éxito y en unos meses la recién creada confitería Niza se ganó la confianza del público almeriense como si hubiera estado funcionando toda la vida. Abría todos los días de la semana, sin descanso y así, sin tregua, toda la familia trabajaba echando una mano. Su mujer en el mostrador y sus hijos: José, Aurora, Conchi, Ramón y Paco, colaborando en todo lo que hiciera falta: lo mismo se iban a la calle a llevar los repartos que se metían en el almacén a mondar almendras, a fabricar cartuchos de papel o a liar los mantecados cuando llegaba el mes de diciembre.
Paco Sáez, uno de los hijos del propietario, recuerda que nunca trabajaban sin recompensa y que a su padre le gustaba gratificarlos para que tomaran conciencia de la empresa y de su profesión. A veces les daba diez céntimos de peseta por cada cartucho de papel que elaboraban.
Como las ventas funcionaban y la firma ya se había ganado el reconocimiento de la gente, José Sáez Rosales quiso dar un paso más para conquistar también el Paseo. En 1952 se enteró de que el empresario Luis Zea Ledesma traspasaba la histórica confitería de La Corona, en uno de los puntos estratégicos de la gran avenida, en la acera de Almacenes El Águila, frente a la plaza del edificio de Correos.
Tras varios meses de reformas en el local, en diciembre de 1952 llegó el gran día de la inauguración de la remodelada confitería La Corona. Para darle un toque de modernidad no dudó en rodearse de grandes profesionales, contratando a un prestigioso decorador llamado Otero, que se había traído de Madrid.
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