El niño de Comunión que fuimos un día

Nos iban llamando al altar para comulgar entre hossanas y olor a Heno de Pravia

El salón del trono  del Palacio Episcopal, con el Obispo Bernardo Martínez Noval , maestros y niños  de Comunión de La Salle, en 1929.
El salón del trono del Palacio Episcopal, con el Obispo Bernardo Martínez Noval , maestros y niños de Comunión de La Salle, en 1929.
Manuel León
07:00 • 12 may. 2019

Estos domingos soleados de mayo en los que las iglesias de Almería se llenan de niños de marinero y niñas de princesas, de padres nerviosos con lágrimas a punto de brotar, de plazas como la de la Patrona o  la de Ciudad Jardín, asaeteadas por invitados que aguardan el final de la Misa vestidos de primavera, uno cae en la cuenta de que todos llevamos aún dentro aquel niño de Primera Comunión que fuimos un día. Fue el primer acto de relieve  del que nos quedó cuajo de conciencia, con el que estrenábamos la vida. 



La mañana de ese día, nos levantamos temprano y nuestra madre nos vistió con la parsimonia de un torero, mientras sonaban las campanas para Misa. El traje impoluto, cosido a mano por las modistas del Sindicato de la Aguja, estaba colocado en una silla desde la noche anterior: primero la camiseta interior, la chaquetilla de almirante cerrada al cuello por botones dorados, el pantalón de jareta y los kiowas blancos. Y las niñas, con las enaguas de hilo de Escocia, el velo de tul como una novia, el cinturón de muselina y la limosnera forrada de raso.



Nuestra catequista nos había grabado a fuego el Catecismo y el Credo –por mi culpa, por mi gran culpa-  habíamos confesado todos nuestros pecados renunciando a Satanás, arrodillados ante el sacerdote con el miedo a las llamas del infierno metido en el cuerpo y habíamos jurado seguir fielmente a Jesucristo tras la  aliviadora penitencia de tres padres nuestros y un Ave María. Eran esos días en los que había que ser bueno a la fuerza, días de excitación en los que no se nos estaba permitido escupir ni mancharnos las manos -porque Dios estaba en todas partes y a todas horas  a pleno rendimiento y nos veía- días en los que nos convertíamos poco menos que en santos infantiles, aunque por dentro siguiésemos albergando el instinto aventurero de Daniel Boone. 



Ya vestidos sin una arruga y perfumados, ese día salíamos a la calle en ayunas y las vecinas abrían las ventanas para vernos pasar de la mano de la madre y del padre que nos llevaban como a un vellocino de oro. Y entrábamos en la Iglesia, adornada por arriates de rosas blancas, y nos sentábamos al lado de nuestros compañeros que olían a Heno de Pravia y a los que apenas reconocíamos bajo esas telas nobles, camuflados de fray escobas o de querubines.



Y mirábamos hacia atrás a nuestros padres, con emoción contenida, a los que veíamos por primera vez con una corbata, emocionados como en la copla de Juanito Valderrama.  Y llegaba el instante supremo, cuando nos llamaban al altar a comulgar por primera vez e íbamos en fila de a dos, con cara mística, entre hossanas, y recordábamos lo que nos habían dicho las monjas: no morder la sagrada hostia bajo ningún concepto, ni arañarla con los dientes, que era el cuerpo de Cristo lo que llevábamos en el paladar. Y al terminar, el desayuno en la parroquia con chocolate y bizcochos, tras haber recibido a Dios, sin saber aún muy bien en qué habían cambiado nuestras vidas.



 Salíamos después poco a poco por la puerta del templo y nos comían a besos los titos, los abuelos y las vecinas, que iban dejando un rastro de pintalabios en nuestra mejilla. Y a las madres se les caía la baba viendo a su niño o a su niña, con sus canastillas de flores, repartiendo estampitas a las amistades a cambio de cinco duros. Y llegaba el fotógrafo y nos hacía ese retrato traicionero, que se colocaría en un marco encima de la tele para los siglos de los siglos.



Y por último el convite, en la casa, con los primos y los allegados, para el que tu madre había pedido prestada una mesa corrida y a la que le había colocado uno de aquellos manteles de hule sobre el que había dispuesto unos platos de patatas rebozadas, unos berberechos y unas bebidas. Y sacabas el libro de firmas donde los invitados te deseaban toda la dicha del mundo nombrándote en diminutivo, y después se acercaban, te acariciaban el pelo y te daban los regalos: una hucha, una Biblia, unos cubiertos de plata grabados  con tu nombre y el clásico “Recuerdo de mi primera comunión” o el inevitable reloj japonés. 



Después, el Día del Corpus, salíamos en procesión por la calle con todas las jerarquías bajo palio y nos íbamos parando en cada portalito donde había un altar de flores con estampas del Señor, mientras las madres nos observaban desde la acera con devoción.

Pero antes que esas comuniones de los 60 y de los 70, hubo otras más austeras aún, cuando había niños pobres de verdad y uno recuerda cómo los mayores contaban que en su casa el mismo terno de comunión valía para todos los hermanos y en los barrios de pescadores de La Chanca, de Carboneras o Garrucha, los padres que tenían un barco a remos como único sustento, no podían comprar el traje de marinerito para el hijo si esa semana no sacaban el jornal. Fue también en ese tiempo cuando a Almería llegó un obispo asturiano de cabellos plateados, Bernardo Martínez Noval, un fraile agustino hijo de campesinos, que instauró ayudas a las familias necesitadas para que todos los niños pudieran tomar de blanco su Primera Comunión. 


Fray Bernardo, que ejerció su magisterio en Almería desde 1921 a 1934, fue uno de los obispos que más importancia daba a ese sacramento con el que consideraba que empezaba a hornearse un buen cristiano. Y acudía a las escuelas de los Franciscanos, de La Salle o al Colegio de San Miguel a comprobar cómo se impartían las clases de catecismo, mientras los niños hacían cola para besarle el anillo. Fray Bernardo recibía a los colegios en el Salón del Trono del Palacio Episcopal, los invitaba a una limonada  y se tomaba una foto tras la ceremonia, como con las niñas del Colegio de las Puras  - Pilar Ruiz, Julia Tonda, Carmen Cobos, Angeles Pujazón, Mercedes Gómez, Francisca Puertas y María Cruz; o a las escuelas del Ave María de la Parroquia de Santiago,  de San Roque, del Quemadero o de la Compañía de María.


A pesar del afán democratizador del obispo, seguía habiendo comuniones de primera y de segunda. Quien tenía un tío cura o magistral, las podía celebrar en exclusiva: el hijo de José Batlles en la capilla de su finca de Rioja, donde ofició don José Román, quien dio de comulgar al hijo del terrateniente y al de su aparcero; o en Cuevas, en la capilla del Carmen, a la niña Conchita, hija del director del Banco Español, don León López, le administró el Sacramento el párroco don José Almunia y así decenas de ejemplos de diferencia de estatus se daban aún en toda la provincia.



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