Don Luis Serrano no cree en Dios por oficio; cree de verdad, está convencido de la existencia de ese Señor que le ha ido dando sentido a su vida desde que siendo un niño de siete años descubrió su vocación de forma inesperada. Era un día del trágico verano de 1936 en su pueblo de María. Iba acompañando a su madre a llenar el cántaro de agua a la fuente y al pasar cerca de un pinar, una mujer le salió al paso y con tono irónico le dijo a su madre: “Pepa, hay olor a carne fresca”. El día anterior habían asesinado al párroco del pueblo, cuyo cuerpo yacía todavía bajo unos árboles. En ese mismo momento, el niño sintió unas ganas enormes de ser cura.
Aquella ilusión lo acompañó en cada uno de sus días, hasta que al cumplir los trece años ingresó en el Seminario. Fueron más de diez años de intenso estudio y de conocer un poco más a ese Dios en el que tanto consuelo encontraba. En 1953, con 24 años, Don Luis Serrano cantó misa en su iglesia de María, comenzando un largo periplo pastoral. Sus inicios fueron en Bacares y posteriormente en Tahal, donde tenía que llevar su fe por las seis pedanías del término municipal, un trabajo tan intenso que acabó enfermando. El Obispo, velando por su restablecimiento, lo destinó a la Rambla de Oria para que viviera la profesión de una manera más reposada. Allí tuvo tiempo de preparar las oposiciones, de ganarlas y de encontrar un destino definitivo al barrio de La Cañada. De aquellos días recuerda que cuando le comunicaron el lugar donde iba se sorprendió porque no sabía ni que existía La Cañada.
Durante treinta y seis años, Don Luis Serrano fue el alma espiritual de todas aquellas barriadas y uno de los fundadores de la parroquia de los Llanos, donde todavía lo recuerdan. “Este año, en Semana Santa, he vuelto allí rodeado de todos los maestros que colaboraron conmigo”, recuerda el sacerdote.
Don Luis es hoy un cura jubilado que no cree en la jubilación. Uno se puede jubilar de un trabajo, pero nunca de sus creencias, y él sigue enamorado de Dios y convencido de que será el único camino de su vida y también de su muerte. “Dios me da ilusión y me hace mantenerme lúcido”, comenta.
A pesar de los años, a pesar de las dificultades para caminar, don Luis sigue navegando todos los días con su carro de apoyo y un manojo de papeles que lleva en la cartera. Ahora predica más en la calle que en la iglesia y se ha convertido en un auténtico pastor que lleva el mensaje de Cristo a cuestas. “Me presento a vosotros: Soy un sacerdote anciano que me gusta ser sacerdote y querer a la gente”, les dice a las personas con las que se cruza por la calle. A veces se para con los grupo de turistas del Inserso que se encuentra y les da su propaganda. “Me gusta hablar con la gente, escuchar a la gente y querer a la gente”, asegura. Otras veces dirige su apostolado callejero a los jóvenes, especialmente a las parejas de novios que en estos tiempos viven tan alejados de las normas cristianas. “A los novios les entrego la carta de los novios. Les pregunto coloquialmente que cuánto se quieren y les invito a que le pidan todos los días al Señor para que se quieran más. Les digo que tengan presente en su mente y en su corazón que el amor es un don de Dios”, subraya.
Don Luis se presenta ante los novios con naturalidad. Los aborda por la calle con amabilidad, una sonrisa y buenas palabras. Con una gran dosis de bondad y mucha ingenuidad les dice que el noviazgo es un tiempo para conocerse en lo humano, en lo afectivo, pero también en lo espiritual. Les habla de la trascendencia de la familia como un aspecto esencial para ser felices, de formar un nido de futuros retoños que serán su mayor alegría.
“Los jóvenes me entienden. Algunas parejas cuando me acerco se me escapan, pero otras me escuchan y yo noto que agradecen que alguien se le acerque y les hable con cariño”, comenta el sacerdote, que tanto empeño pone en su cometido, sabiendo que muchas de esas parejas de novios que se encuentran en el camino siguen otros senderos distintos, que no son precisamente los que manda la Iglesia. “Preparad vuestra boda con tiempo y sin despilfarros y gastos superfluos que después amargan vuestra vida”, les dice, a la vez que les hace entrega de esa carta a los novios que parece escrita por el mismo Dios.
Todas las mañanas, antes de que el sol caliente con fuerza, don Luis Serrano se echa al camino con las alforjas cargadas de mensajes, dispuesto a enfrentarse a la realidad de una juventud que cada vez tiene menos tiempo para apartar la mirada del teléfono móvil. Viendo la manera en la que les habla, escuchando la ternura de sus palabras, a uno le dan ganas de echarse una novia y casarse como Dios manda.
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