Fue una noche mágica, de cuerda y metal, para los que participaron de ella y luego salió reflejada en la tercera del Abc. Allí estaban, junto a carteles de Miles Davis y volutas de humo flotando, artistas como Paul Stocker, Abdul Salim, Lou Bennett, Carlos González, Ximo Tébar, críticos musicales y literarios como Mariano Maresca, Javier de Cambra o Santiago Lardón y escritores, ya muy sólidos entonces, como Antonio Muñoz Molina, que hizo de escribano de esa cita fecunda en el Club Georgia -por su décimo aniversario de jazz infinito- en el periódico de Luca de Tena.
Pero allí flotaba, sobre todo y sobre todos, Serafín Cid Lagasca, un almeriense apasionado por las raíces genuinas de la música, obsesionado por el soul y por el saxo, que había vuelto una década antes a su ciudad después de un sacrificado periplo por Andorra como emigrante.
Serafin ‘Sera’, el fundador de ese templo cuaternario para la selecta minoría que decía Juan Ramón, nació en un caserón de la calle Valero Rivera, donde antes había vivido su abuelo, el profesor Lagasca, y después su padre Juan Cid, también maestro. Pasó su juventud soñando con tocar la trompeta como los negros o con aporrear la batería como Buddy Rich, mientras coleccionaba vinilos y más vinilos de música afroamericana.
Aunque uno no quiera, siempre se le escapa lo que lleva en el corazón. Por eso, junto a su socio Antonio, Sera decidió en el remoto 1978 abrir un garito en la calle Padre Luque, tan estrecha como una falda de chotis, donde hoy está también el Registro Mercantil. Y con un tocadiscos estéreo, unas mesas y sillas y unos vinilos de su colección casera, alumbró el Georgia, ese pub que desde el primer día empezó a convertirse en tablero de juego de una época.
Por eso, Muñoz Molina, que ya había envidado con su novela El invierno en Lisboa, construida sobre el cañamazo del ambiente denso del jazz, no dudó en presentarse en Almería cuando aún vivía en Granada, cruzando el desierto, hasta dar con esa ‘Cofradía de lunáticos almerienses’ comandada por Serafín, que ya habían sumado una década de poso de noches legendarias, con actuaciones en directo de grandes del swing como Paquito D’Rivera, Iturralde o Jorge Pardo, quien de vez en cuando, este último, alternaba con solos de flauta en la Mojácar de Tito’s o el San José del Pez Rojo.
Y escribió el hoy Premio Cervantes de Literatura, tras su estancia en Almería: “En esa ciudad remota hay un club que lleva el nombre de Georgia, como un desafío, y ahora cuando oigo la voz abrasada de Ray Charles cantando ‘Georgia on my mind’, me acuerdo no solo del Sur americano, sino de esta otra Georgia insular y nocturna que invita misteriosamente a la lealtad”.
Y con la misma pátina de kanfort nostálgico, recuerda también esos días Santiago Lardón, cuando habla del Georgia como “un feraz oasis en el páramo cultural de Almería, algo más que un club musical, un lugar de confidencias e intimidades”; y en el mismo tono también Alejandro Reyes, el auriga musical del San Juan Evangelista de Madrid, quien decoró con pósters de Louis Haye Quarquet y de Louis Armstrong las oscuras paredes del club; o Juan Herrezuelo, quien señala que “el Georgia te hacía sentir en el núcleo de algo y no en la periferia de todo”.
Una de las noches más controvertidas en el pub -rememora Santiago Lardón a Miguel Angel Blanco en Memoria Almeriense de los 80- fue la del 23F cuando había programada una actuación y decidieron no suspenderla y entre las noticias del Congreso secuestrado que escupían los transistores, se colaban las notas de un contrabajo que alguien acariciaba, ajeno al Golpe de Estado, en la calle Padre Luque de Almería.
Al principio, el pub se abrió a todo tipo de músicas, pero después Serafín fue inflexible, a riesgo de perder clientela, y lo consagró exquisitamente al jazz, con actuaciones en directo o temas legendarios de los maestros que sonaban cada tarde en el plato como un carrusel al deslizarse la aguja sobre los surcos, entre clientes con una Voll Damm y un cuenco de palomitas en la mano y partidas de dardos o de billar.
Pero el Georgia no era un local más de copas en la movida almeriense de la Transición, al menos no solo eso: era también un refugio para las primeras intrigas políticas, para amoríos varios oyendo música negra. Se convirtió en un nuevo espacio íntimo de sociabilidad, junto al rumor de la calle Real, donde se reunían a media tarde los profesores del Colegio Universitario y alumnos aventajados con ínfulas de querer transformar la ciudad. Por allí aparecía entonces, en esos tiempos de ¡OTAN no! y ¡Bases fuera! gente como Dionisio Bustillo, Federico Rebolloso, Agustín Díaz, Carlos Santos, Pepe Ibarra, Fernando Martínez, Luis García Escobar, Jesús Fernández Capel o Chipo, como arietes de una amplia letanía de aficionados.
Fue creciendo tanto la leyenda del Georgia como lugar de autor, como club decano de jazz en Andalucía, que con la complicidad de Juan Claudio Cifuentes, Televisión Española, la única tele que había entonces, grabó uno de sus programas de ‘Jazz entre amigos”, y junto a La Galatea federó también un equipo de baloncesto con su nombre.
Y a través de ese frenesí por esa música tan legítima, que tanto corría por las venas de la Almería de entonces, un grupo de incondicionales crearon la Asociación de Amigos del Jazz y se empezaron a organizar unos festivales internacionales, el primero en 1984 en Las Almadrabillas, que fueron un lujo -que después han ido dejando morir las administraciones- con figuras como Tete Montoliú o D’Rivera, y que tenían siempre en el Georgia de Serafín su rúbrica, como aquella madrugada en la que Pedro Iturralde sacó su saxo y se puso a deleitar a los clientes rezagados que sostenían vasos anchos de bourbon o escocés, después de haber estado actuando más de dos horas con Amancio Prada.
A Sera le llegó un revés cuando por una medición de decibelios le clausuraron unos meses el local, pero salió adelante y lo insonorizó y lo reformó en los 90, buscando a clientes más jóvenes, pero que tuvieran el mismo apego a los instrumentos de viento y de cuerda como los pioneros de pana y patillas.
Tenía que competir entonces, en esa lucha darwiniana por el negocio de las copas nocturnas, con otros locales de fuste musical como Anagrama, La Luna o Zaguán. Hasta que el Georgia empezó a morir cuando murió su fundador, un día del año 2002 y ya nunca volvió a ser igual ese santuario de la música en estado puro. Antes de eso, Serafín recibió una placa por su ilustre colaboración en el Festival de Jazz de Almería y el Teatro Apolo se llenó hasta el corvejón en un homenaje póstumo en el que sonó el piano de Miguel Saavedra y la voz de Patricia Rodríguez, como en su pub, como en cualquier club o calle de Nueva Orleans.
El espíritu del pub de Serafin, aquel hijo y nieto de maestros que volvió de Andorra, pervive ahora -en cierta forma- en el Clasijazz de Oliveros, dirigido por Pablo Mazuecos, abriéndose a las nuevas generaciones, con la misma pasión por el swing que se destilaba en aquel viejo Georgia que el brillante Muñoz Molina descubrió que estaba también en la insula de Almería, no solo en la América profunda de Ray Charles.
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