En los armarios, los niños de antes teníamos tres departamentos: uno para la ropa de salir a la calle a jugar, otro para la ropa de diario con la que íbamos al colegio y un tercer compartimento donde nuestras madres guardaban celosamente la ropa de los días importantes.
Entre la ropa de batalla y la ropa de los domingos se cruzaban los dos niños que cada uno de nosotros llevábamos incorporados. No éramos los mismos cuando nos poníamos el pantalón desgastado y las viejas sandalias remendadas que cuando estrenábamos una camisa y nos colocaban los zapatos de charol. El hábito hacía al monje, o al menos lo obligaba a parecer distinto. Recuerdo que en esas contadas veces a lo largo del año en que me obligaban a salir de mi casa vestido como si fuera a una boda siempre me cruzaba con alguna vecina que me decía: “Pareces de mejor familia”.
Recuerdo también que en la ropa importante me sentía un extraño, que mi vocación era la ropa de callejera de diario, la que te podías manchar sin miedo a una reprimenda, la que te igualaba con el resto de los niños cuando compartíamos los trancos.
En ese escalafón de vestimentas, había un segundo peldaño en el que estaba la ropa del colegio, a mitad de camino entre la callejera y la ropa de las festividades. A la ropa del colegio nos acostumbrábamos sin dificultad ya que nos permitía seguir conservando ese aire de informalidad que tanto nos gustaba. El paradigma de la ropa del colegio para una generación de niños fue el calzado, y más concretamente los célebres zapatos Gorila, que nos cautivaban por la pelota de goma que daban de regalo y porque se adaptaban a todas nuestras necesidades: nos servían para ir al colegio, para cuando nos llevaban al médico y para jugar al fútbol en aquellos partidos en miniatura que se organizaban en el patio de la escuela.
Transitamos por nuestra etapa escolar sobre los zapatos Gorilas y la ropa sencilla, sin grandes sobresaltos, hasta que llegaban las celebraciones, las grandes solemnidades y el maestro nos invitaba a venir al día siguiente bien vestidos. Una solemnidad era el día de la foto, cuando retratarse tenía el valor de los momentos irrepetibles. Entonces teníamos la sensación de que una fotografía era para toda la vida y teníamos que ponernos muy elegantes para enfrentarnos a ese instante. Había niños que aparecían tan decorados que nos costaba trabajo reconocerlos aunque se tratara de nuestro mejor amigo o de nuestro compañero de pupitre. Había quien llevaba corbata o pajarita para distinguirse del resto. Un niño con corbata era el modelo de la formalidad, un adulto con cara de niño, un hombre prematuro. La corbata te llenaba de retórica y te separaba del resto de la clase.
Nos presentábamos delante del fotógrafo con cara de asustados, como si estuviéramos delante del dentista. Nos retocaban el pelo, nos colocaban bien la corbata y el cuello de la camisa y nos pedían una sonrisa, un gesto que nunca salía deforma natural, que aparecía forzado y nos daba una expresión que no era la nuestra. La corbata nos ataba, como si nos hubieran colocado unas esposas y ese día, a la hora de salir al recreo, nos quedábamos arrinconados mirando con envidia cómo jugaban los que iban vestidos de diario.
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